En septiembre
de 2014 hice un comentario en el blog de Carolina Otero
(creo que tanto el comentario como la correspondiente entrada han desaparecido
en una de las frecuentes remodelaciones) sobre el cementerio de Burjassot,
pegado al edificio FEDER del campus de Ciencias de la Universidad de Valencia:
“Son caprichosas e intrigantes las muchas barreras invisibles
que nos rodean por doquier, y no sólo desde el punto de vista urbanístico: Dada
la localización del cementerio y lo discreto de sus muros, estoy convencido de
que la gran mayoría de esos jóvenes ignoran que lo tienen a solo unos pocos
metros. Tan cerca, y a la vez tan lejos. Tan lejos, y a la vez tan cerca…” En
este caso en realidad lo que es invisible no es la barrera física en sí, sino la
función del recinto que encierra, ya que desde fuera no hay apenas señales de
que sea un cementerio… La cuestión es que este comentario fue la semilla de una
idea para una futura entrada en La Belleza y el Tiempo, y media década después
me dispongo a ponerla en negro sobre blanco.
¿A qué me
refiero cuando digo que voy a hablar de las fronteras invisibles dentro de la
ciudad de Valencia? Se trata de barreras a la movilidad en principio
franqueables que sin embargo en la práctica, por diversas razones, son más
impenetrables de lo que parecía… y todo esto desde mi experiencia personal,
desde el punto de vista de un peatón. No me voy a parar demasiado a hablar de
las barreras que se encuentra uno al intentar salir andando de la ciudad: al
noroeste, autopistas, intersecciones y pasos elevados con arcenes
peligrosamente estrechos; al oeste y al sur, la inmensa mole del nuevo cauce
del río Turia; al sureste,
los terrenos de la ZAL, el circuito abandonado de Fórmula 1 y sobre todo las
gigantescas instalaciones portuarias… Cuanto más te alejas del centro más
pequeño te vuelves con respecto a tu entorno y más grandes se vuelven las
distancias a recorrer hasta llegar al siguiente punto de referencia, distancias
para ser cubiertas en coche y no a pie.
Hablemos de
las barreras más evidentes dentro de
la ciudad, las que tienen bien poco de invisibles y se pueden distinguir a vuelo de pájaro… Una de la que he hablado otras veces es la playa
de vías de la estación ferroviaria del Norte y la franja de vías (futura avenida
Federico García Lorca cuando se produzca el soterramiento)
que parte la ciudad en dos hasta San Marcelino, separando Malilla de La Cruz
Cubierta. La parte este de la playa de vías se ha transformado en la Fase I del
Parque Central,
lo que permite acortar algo de camino en algunos casos, al menos en las horas
en que está abierto, pero las vías siguen siendo un obstáculo muy difícil de
salvar. Descartado el Scalextric de Giorgeta, impracticable para peatones, las
únicas opciones entre la Estación del Norte y el Bulevar Sur son el túnel subterráneo
que conecta las Grandes Vías o el paso elevado de peatones cercano a Giorgeta,
pero la gran cantidad de tiempo extra necesario para acceder a estos puntos y cruzarlos
hace que psicológicamente la barrera sea más infranqueable de lo que parece, y
que en la práctica las dos partes de la ciudad sigan estando separadas.
Otra barrera importante en esta misma zona en la que vivo es la avenida
Ausiás March, con cinco carriles en cada sentido… Incluso la avenida Peris y Valero, bastante más pequeña, se convierte en un obstáculo
cuando vas con prisa porque, comparada por ejemplo con la vecina y muy tranquila
calle Centelles, el tráfico es bastante denso y los coches van muy rápido, lo
que no te deja más remedio que esperar
a que el semáforo se ponga verde… En lo que respecta al resto de la ciudad, también
son barreras para los peatones los distintos cinturones destinados a los
coches, las famosas capas de la cebolla
de las que ya hemos hablado antes en el blog, como la ronda exterior o la ronda
de Tránsitos. En menor medida, las Grandes Vías suponen un obstáculo, aunque
algo más suave, y el viejo cauce del Turia
al menos es una barrera verde y bastante más bonita que una avenida de diez
carriles.
Hay otro tipo
más amable de fronteras invisibles que, más que actuar de barrera que te impide
el paso, sirven de barrera protectora contra el mundo exterior cuando te
encuentras dentro de sus límites. Un ejemplo sería la calle Vicent Zaragozá:
una vez la atraviesas y avanzas un par de manzanas, entrando en el corazón de Benimaclet,
tienes la sensación de estar en un pueblo, muy lejos de la ciudad… Esto pasa
también en las partes más antiguas de algunos barrios como Campanar, que
inicialmente eran un pueblo separado de Valencia hasta que la ciudad, en su
crecimiento imparable, se las tragó. Esta sensación de sentirme transportado a
otra dimensión la he tenido además en lugares como los Jardines de Monforte
o el patio interior de San Juan del Hospital.
Otro tema que
ya he tocado en el blog es el de mi curiosidad innata por recorrer hasta el más
oculto de los rincones de Valencia… Si no tengo prisa, me desvío a veces de mi camino para pasar por
calles más estrechas y desconocidas del casco antiguo, y no me da vergüenza que
los vecinos me miren desde los balcones pensando que debo ser un turista atontao
que se ha perdido buscando la Catedral o la Plaza del Ayuntamiento… Sin
embargo, hay un caso en el que todavía hoy tengo que juntar bastantes ánimos para
seguir caminando: el de callejones sin salida como los de las calles
Cañete,
Gutenberg
o Náquera.
Es como si hubiera a la entrada de estos un campo de fuerza invisible que me cuesta mucho traspasar; tal vez porque, a pesar de ser un espacio
público, aquí la intrusión en la intimidad de los vecinos es más flagrante, o tal
vez por el instinto más primario de evitar meterse en un cul de sac
en el que un atracador puede cortarte la salida y acorralarte con facilidad,
cosa bastante improbable por otra parte.
También aparecen barreras invisibles en las áreas de la ciudad que no
conoces muy bien, de modo que prefieres no entrar para no perderte.
Esto me pasaba hace muchos años con la zona de las
calles Salinas, Mare Vella y Portal de Valldigna; pero ahora que me he
familiarizado con ella la uso sin problemas para acortar camino entre la plaza
del Tossal y las Torres de Serranos, y viceversa. Hablando de las puertas de
Serranos, recuerdo que siendo más
joven, cuando quería desplazarme desde ellas a la Plaza de la Virgen usaba la
calle Navellos, hasta que descubrí que por la plaza
Cisneros se llega mucho más rápido,
siendo además una zona más tranquila y muy agradable para pasear… Otra parte
del casco antiguo a la que todavía no me he acostumbrado del todo, y en la que
a veces tengo que desandar unos metros y cambiar de ruta para evitar dar
demasiado rodeo, es la de la calle Gobernador Viejo y alrededores, aunque supongo
que poco a poco conseguiré dominar también esa zona.
Supongo que la
razón por la que me cuesta orientarme (a mí y a más gente) en estas partes
antiguas de la ciudad llenas de curvas y vericuetos es que mi mente
cuadriculada tiende a pensar que las calles están dispuestas perpendicularmente,
con manzanas rectangulares, cuando en realidad no es así. Incluso me lío cuando
las calles son rectas pero no están a 90 grados, de manera que a veces vuelvo
al punto de partida girando solo dos esquinas…
En mi adolescencia me costó un poco aprender a orientarme en los alrededores de
la Plaza Redonda hasta que entendí que las calles San Vicente y María Cristina
forman un ángulo de unos 60 grados; como la zona es pequeña y además tiene
bastantes puntos de referencia muy reconocibles, ahora me apaño perfectamente
por allí.
Sin embargo Entrepins,
un área más grande al sudoeste de la Plaza de España, con una retícula
aproximadamente triangular, con edificios muy parecidos entre sí y sin muchas
referencias reconocibles (al menos por mí), me confunde aún hoy y hace que me
desoriente con frecuencia, con lo que a veces suelo dar un poco más de rodeo
para asegurarme de que voy a llegar a mi destino. A esta zona por la que
afortunadamente no necesito pasar (o tal vez no quiero pasar) muy a menudo,
comprendida más o menos por las calles Albacete, Giorgeta-Pérez Galdós y San
José de Calasanz-San Francisco de Borja, la tengo etiquetada en mis mapas
mentales como El Triángulo de las Bermudas…
Es verdad que ahora que tengo datos en el móvil
siempre puedo tirar de Google Maps si me despisto con mis itinerarios, pero voy
a intentar usarlo solo como último recurso, para no volverme perezoso y
dependiente: es mucho mejor una persona inteligente con las calles en su cabeza
que una persona estúpida con un teléfono inteligente en su mano… Lo dejo aquí
por ahora; la semana que viene hablamos de fronteras invisibles a nivel social
y de la secular lucha de clases a lo largo de la historia de España.
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