Éste no es un blog sobre gastronomía, pese a lo que pueda parecer
a la vista de los títulos de las últimas entradas; enseguida entenderéis lo de
los cocos. Yo no tengo coche ni carnet de conducir, por muchas y diversas
razones de las que podemos hablar en otra ocasión. Para desplazamientos largos
dentro de Valencia uso el transporte público: autobús,
metro o tranvía y autobús metropolitano.
Para desplazamientos a cortas y medias distancias voy siempre a pie; me gusta
andar para ir a los sitios o simplemente para pasear. Hace años me surgía cada
cierto tiempo la necesidad de callejear para relajarme y reducir mi nivel de
stress; ahora que ya no me preocupo tanto por según qué cosas, los fantasmas
del miedo han sido remplazados por otros de melancolía, más inofensivos y menos
recurrentes, con lo que paseo simplemente para sentirme uno con la ciudad y
disfrutar de la Paz y Belleza de sus rincones. No soy especialmente viajero, y
nunca he llegado a aburrirme de las calles de Valencia, así que mis escapadas
de fin de semana son poco frecuentes y no suelen traspasar los límites del área metropolitana.
A veces me llevo la cámara a mis caminatas y hago fotos de los detalles que me
llaman la atención: exceptuando las sacadas en Roma o en París, todas las fotografías
que ilustran este blog están tomadas en Valencia.
Una de las razones por las que no me interesa mucho salir de la
ciudad es que pienso que todavía me falta mucho por averiguar de ella, me da la
impresión de que en todos estos años no he descubierto ni una pequeña fracción
de su Belleza. Me imagino sus calles como los pasillos de una pantalla del
Comecocos, donde algunas
de las bolas amarillas ya han desaparecido pero quedan aún muchas otras por
comer. Cada vez que llego a una acera que creo no haber pisado nunca, pienso
para mis adentros: “Vaya, ahora mismo estoy comiendo cocos…”. Es un juego que
me traigo conmigo mismo y que a veces intento llevar hasta las últimas
consecuencias, de manera que cuando paso varias veces por una avenida como las
Grandes Vías, Blasco Ibáñez o la Alameda, intento caminar cada vez por una
distinta de las cuatro, seis u ocho aceras posibles.
Este juego de comer cocos hace que de vez en cuando mis pasos me
lleven a calles desconocidas por la mayoría, en zonas degradadas de Valencia
por las que aparentemente no se va a ningún sitio: Roger de Flor, Maldonado,
Salinas, Mare Vella, Samaniego, En Gordo, Espada, Tomasos… A veces estas
incursiones sí resultan útiles más allá del placer de pasear, porque te
permiten trazar puentes entre otras dos zonas de la ciudad que no estaban del
todo conectadas en tu mapa mental, para de ese modo poder acortar camino en el
futuro. Otras veces entras en un pasaje o un callejón sin salida por el mero
hecho de comer cocos y acabas en algún precioso patio interior de la calle Caballeros o del Ensanche,
o en lugares con encanto como la calle Cañete
o las entradas a las iglesias de San Nicolás y San Juan del Hospital. Es
curiosa la sensación de incomodidad que se tiene al entrar en uno de estos culs
de sac, como si estuvieras invadiendo un espacio privado cuando en realidad es tan
público como cualquier otro… o quizá lo que te angustia es la posibilidad de
que, por comer unos cuantos cocos, te veas acorralado por un fantasma del juego
y pierdas una de tus vidas.
Nunca me he arrepentido de seguir buscando lugares que explorar: cada
nueva calle, cada nuevo rincón, tiene nuevas pequeñas sorpresas esperando a ser
descubiertas, nuevos detalles nunca antes vistos que convierten ese sitio en
especial. Caminas lentamente entre viviendas antiguas pero bien cuidadas con
flores en los balcones, o casas que amenazan ruina, cubiertas de andamios y telas
de rejilla verde, o solares donde aún se percibe el fantasma de lo que fue una
casa, y vas descubriendo pequeños tesoros: un graffiti particularmente
trabajado, o un par de versos escritos en la pared; un azulejo o una placa con
una inscripción interesante; nombres de calle primitivamente sencillos, o
inesperados (otro día hablaremos más de esto); restos arqueológicos, vestigios
a veces casi imperceptibles del pasado remoto; una puerta, cerradura o aldaba
con solera; un nuevo punto de vista sobre alguna de las torres, cúpulas o campanarios
de la ciudad; una ventana entreabierta que nos cuenta los secretos de los que
viven dentro; sonidos rutinarios pero maravillosos de la vida cotidiana; olor a humedad
de tres siglos o a comida cocinándose; un gato que se cruza tranquilo en tu
camino; o simplemente la forma en que la luz cálida de la mañana se derrama
sobre las grietas y texturas de una pared centenaria.
De vez en cuando hay una conjunción de varios de
estos pequeños detalles y tienes la agradable sensación de que ese rincón del Mundo te está sonriendo. Y por
más tiempo que lleves dedicándote a patearte la ciudad, esto sigue ocurriendo
otra, y otra, y otra vez; siguen apareciendo premios en forma de cerezas,
manzanas, campanas o llaves que hacen que se desvanezcan por un momento los
fantasmas. Las maravillas no cesan, y los cocos no se
acaban nunca; y así es como debe ser, porque el objetivo del juego no es comer
todos los cocos y pasar a la siguiente fase, sino seguir comiendo nuevos cocos
y encontrando nuevas cerezas cada día.
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