Me acerco a la Plaza por la Calle de las Barcas;
antes de llegar he dado un pequeño rodeo y he pasado un momento por la Plaza
Los Pinazo. Espero a que el semáforo se ponga verde mientras el reloj del
Ayuntamiento, justo enfrente, da las doce, y mientras espero recuerdo que hace
más de quince años crucé este mismo paso de cebra con mi primera novia justo
antes de declararme; son muchas las experiencias vividas en este lugar, después
de todo este tiempo… Al sonido del reloj se le añade el de una charanga de
músicos que están tocando en el centro de la explanada, mientras un grupo de
jóvenes, todas con vaqueros azules, camiseta negra y delantal de camarera,
bailan animadas al ritmo de la música. En el centro de todas ellas hay otra
chica disfrazada de cupcake gigante, guinda incluida en la cabeza, que también
baila al mismo son… No me acaba de quedar claro si se trata de una despedida de
soltera o de una maniobra de marketing bastante agresiva de algún
establecimiento cercano, pero tampoco me paro a preguntarlo. Me desvío a la derecha
y sigo andando hacia el borde de la explanada, hacia los bancos que miran a la fuente y a las paradas de bus
de la otra acera.
Me siento en el banco del centro, el tercero empezando
por la izquierda (o por la derecha, lo mismo da), y descubro con satisfacción
que son relativamente cómodos; hacía tiempo que no los utilizaba, así que no
estaba muy seguro. La fila de palmeras detrás de mí suele proyectar a estas
horas del día y en esta época del año su sombra sobre los bancos, aunque hoy no
hace falta preocuparse por el sol porque la mañana ha salido nublada. La
temperatura es perfecta, los de la charanga ya se han ido y no hay mucho
tráfico… La verdad es que se está genial aquí; después de la dura semana de
trabajo, me apetece sentarme un rato sin hacer nada más que observar discretamente a los transeúntes y el
entorno en general. La Plaza es un lugar en el que
constantemente están ocurriendo cosas, y si no te paras a mirar atentamente te
las pierdes. Yo paso por aquí entre dos y seis veces por semana, pero casi
siempre andando a grandes zancadas y sin detenerme; ahora, sin embargo, desde
este lugar privilegiado, me fijo en detalles que normalmente me pasan
desapercibidos.
Por ejemplo, el estilo arquitectónico de los
edificios: se ve claramente la diferencia entre los de la acera izquierda,
proyectados antes de la Segunda República
y más clásicos, y los de la acera derecha, posteriores y de aspecto más
moderno. O los balcones: muchos tienen carteles de “Se Vende” o “Se Alquila”,
pero en otros (pocos, eso sí) se puede ver personas, bien limpiando o bien asomadas
a la barandilla mirando a la gente pasar. También me llaman la atención ciertas
ausencias, como la de los logotipos del Partido Popular en algunas de las
ventanas del edificio a mi derecha (todavía estaban ahí en la época del “No a
la Guerra”), o la de los anuncios luminosos
que una vez brillaron en lo alto de las fachadas a mi izquierda (creo que había
uno de Philips y otro de Audio Jeam… es
posible que esas fachadas lleven ya treinta años desnudas, pero yo los
recuerdo).
El reloj hace sonar las cuatro notas que indican que
ya son y cuarto. Me sorprende ver que algunas gaviotas han entrado desde el mar
hasta la Plaza y sobrevuelan la fuente, haciendo de vez en cuando un picado para
perseguir a las palomas que descansan posadas sobre la barra horizontal del
semáforo. Me fijo en el agua que sube y vuelve a bajar e intento experimentar el efecto cascada,
ese curioso efecto óptico por el cual, después de percibir durante un rato
mucho movimiento hacia abajo, las neuronas del sistema visual encargadas de
esta tarea se saturan, con lo que predomina la señal de las contrarias y al
mirar a otro lado nos parece que los objetos se mueven lentamente hacia arriba…
Nada, que no hay manera; los chorros de esta fuente (al menos los que hay
encendidos ahora mismo) no sirven. Para el efecto cascada es mucho mejor la
fuente de la Rosaleda de los Viveros… o, en el sentido contrario, los títulos
de crédito de cualquier película en una sala de cine, cuando encienden las
luces.
Centro ahora mi atención en los autobuses que paran
delante de mí y que siguen camino hacia la Calle de la Sangre, y en la gente
que los espera: ancianos, parejas de novios haciéndose arrumacos, mujeres
jóvenes y guapas acompañando a los recados a sus madres… Contemplo también el
ir y venir de gente por delante de los bancos, y también en la acera de
enfrente: turistas de piel blanca como la leche consultando mapas de la zona
centro, estudiantes con maletas de ruedas que seguramente vienen de la estación, adolescentes
con skates…
Uno de los viandantes, un chico joven con gafas de
sol, bigote bien recortado, un peinado estiloso y una pequeña mochila en la
mano, se ha sentado en el banco de mi derecha. Le miro un par de veces
disimuladamente, preguntándome si sólo está de paso o si, como yo, ha venido
aquí a propósito para sentarse y disfrutar de la tranquilidad de este rincón de
la ciudad. Han sonado ya las doce y media en
el reloj y empiezo a sentir un vacío en el estómago, así que decido abrir la
bolsa que traía conmigo y me dispongo a tomarme mi desayuno tardío,
compuesto de coca de llanda con nueces y zumo multi-fruta sabor tropical. Al
cabo de un par de minutos el chico se levanta del banco, se carga la mochila a
la espalda y sigue andando en dirección sur.
Por alguna extraña asociación mental, la soledad
en la que me encuentro ahora (plácida y agradable, pero soledad al fin y al
cabo) me hace acordarme de cómo hace tres años la explanada a mi espalda bullía de actividad, de ilusión, de ideas y proyectos.
Me acuerdo también de cómo la fuerza de ese torrente pareció ir apagándose poco
a poco con el paso de los meses… Pero ¿realmente se apagó, o siguió fluyendo,
poderoso y en silencio, por grutas y gargantas bajo tierra, para volver a salir a la superficie más adelante? La
esperanza es lo último que se pierde. Mientras mi mente divaga con estos
pensamientos, llega hasta mí, traída por una suave y fresca brisa, la fragancia
de las flores del puesto cercano, detrás a mi izquierda, y acuden con el
perfume a mi memoria las palabras de una buena amiga: ella suele decir que la
calle es nuestro medio natural, y creo que tiene razón. El espacio público es de todos y está para usarlo; y cuanta
más gente lo usa y más diversa es esta gente, más se enriquecen (nos
enriquecemos) los unos a los otros.
Hace un rato que dieron las doce cuarenta y cinco,
no creo que venga nadie ya. Me levanto y me dirijo hacia la Calle San Vicente. Me
da la impresión de que un trocito de mí se ha quedado sentado en el banco, al
igual que yo mismo me llevo un poquito de la Plaza conmigo, impregnando mi
ropa, mi pelo, mi piel. Al llegar a la esquina norte, me encuentro por
casualidad a una chica muy simpática que conocí unos días atrás y estamos un
rato hablando; resulta curioso que no hayan aparecido las personas a las que
esperaba y que sin embargo, de forma inesperada, el destino me haya cruzado con
ella. Me alegra haberla visto, pero incluso aunque no hubiese sido así estos cincuenta
minutos habrían valido la pena: me alegro de haber venido, a pesar de todo. Continuamente
estamos rodeados de pequeños detalles cotidianos, pequeños diamantes en bruto,
pequeñas pepitas de oro arrastradas por el río del Tiempo y al alcance de
nuestra mano; basta con aprender a tamizar la arena de la Vida para
encontrarlas, atesorarlas y admirar su Belleza.
4 comentarios:
Juan, me ha encantado tu mirada sobre la playa del ayuntamiento. Te recomiendo si no lo conoces, el libro 'Tentativa de agotamiento de un lugar parisino'. En tu narrativa no tienes nada que enviarle a Perec.
Hola, David, ¡qué bueno verte por aquí!
No he leído el libro de Georges Perec sobre la Plaza Saint-Sulpice, pero seguro que tiene más mérito que esta entrada. Debe ser mucho más difícil llenar sesenta páginas con todas las pequeñas cosas que ocurren durante tres días y que la cosa no se haga aburrida. Lo mío son menos de dos mil palabras describiendo lo que pasa en tan solo cincuenta minutos... En cualquier caso, me alegra que te haya gustado.
¡Un abrazo!
El luminoso de Audio Jeam yo lo recuerdo hasta mediados de los noventa. El de Philips la última vez que lo ví fué en 1997.
A mí no me parece más bonita la plaza sin rótulos luminosos, al contrario, pero, en fin...
Ah, pues entonces los quitaron hace menos tiempo del que pensaba... Me pregunto cuál sería exactamente la normativa que se aplicó para proceder a su retirada.
Y en cuanto a si la plaza estaba mejor con ellos o no, si te soy sincero, hace veinte años no me fijaba tanto en este tipo de detalles, y no tengo recuerdos muy claros de los anuncios, así que no puedo opinar... Pero desde luego las fotos destilan cierto aire de nostalgia que es agradable, aunque muchas veces la nostalgia la sentimos más por las cosas tal y como queremos recordarlas que por cómo fueron realmente.
¡Un saludo, y gracias por comentar!
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