La semana pasada empecé a relataros la lista de los recuerdos más intensos
de mi infancia y juventud, y os comenté que la mayoría de las imágenes que se
me han quedado grabadas en la memoria corresponden a mi vida sentimental. Os
estuve contando que en los primeros años de carrera salí con una compañera de
clase durante unas semanas e hice algún tímido avance con otra amiga, con la que
al final no llegó a concretarse nada… También durante mi época universitaria, aunque
algo más tarde, hubo una chica que me impactó de veras. Había sido antes pareja
de un colega mío, pero hacía ya mucho que lo habían dejado. Era muy inteligente y muy ingeniosa, y tenía un
sentido del humor muy agudo (algo que considero importante en una mujer) aunque
también a veces algo retorcido (recuerdo que me llevó al cine a ver Funny Games y pasé un mal rato horroroso, me
hubiera salido a mitad de no haber estado con ella). Estudiábamos en el mismo
campus universitario y coincidíamos a mediodía en el césped de la explanada,
con un par de amigos más, para charlar un rato sentados al sol (yo tengo una
ligera alergia a las gramíneas, pero me sacrificaba de nuevo y me la aguantaba
para poder estar cerca de ella).
Fue la primera mujer que me dio calabazas, y ese es el momento que se me ha
quedado grabado: no estoy seguro de si fue durante la fiesta anual del campus, pero
sí recuerdo que fue en la parada del autobús número 63, y que había mucha gente
alrededor. Yo me había decidido a dar el gran paso ese día y la estuve buscando
un buen rato, hasta que la vi yendo hacia la parada y me pegué una carrera para
alcanzarla. Cuando le dije, todavía jadeando, que me parecía la mujer más
maravillosa del mundo le entró una risita nerviosa y como respuesta me repetía
una y otra vez, con una sonrisa angustiada: “Lo siento, no te convengo, de
verdad, soy muy mala…”. Yo me quedé hecho polvo, pero acepté mi fracaso con
deportividad y seguimos viéndonos de vez en cuando,
siempre con otros amigos, hasta que una noche de fin de semana, unos meses
después, me demostró que efectivamente no era lo que más me convenía… Fue otro
de esos recuerdos que se te quedan grabados a fuego pero por desagradables,
y no voy a dar detalles aquí; simplemente diré que su comportamiento de aquella
noche fue desconsiderado, caprichoso, egocéntrico y retorcido (lo último tiene
un pase cuando se trata de ficción, pero esto era la cruda realidad).
Desde entonces fuimos perdiendo poco a poco el contacto y solo la he visto unas
pocas veces en los últimos años.
Mi siguiente recuerdo importante transcurre otra noche de fin de semana, en
un banco de los jardines del Palau de la Música, frente al antiguo cauce del
río. Casi terminando en la Universidad fui a pasar unos días con un compañero
de la carrera al apartamento de su nueva novia, y allí conocí a la hermana de
ella, que me cayó bastante bien, con lo que poco después estábamos saliendo
todos juntos, en plan “dobles parejas” (quizá más adelante hable con más
detalle en el blog de este formato de relación social, que tiene su miga…). Mi
recuerdo es del momento en el que, como suelen decir los americanos, “llegué a la segunda base”, introduciendo
mi mano por debajo de su blusa para desabrocharle el sujetador…
Sentí cierta desilusión cuando descubrí que la mayor parte de lo que se adivinaba
desde fuera no eran más que aros de metal y piezas de relleno, pero aun así fue
un momento muy agradable. Si mi anterior relación seria había durado semanas,
esta duró meses, pero tampoco en este caso hubo esa chispa, esa magia, esa
conexión a distintos niveles que hace falta para que la relación dure: también
guardo en mi colección de flashes el recuerdo agridulce de su carita confusa,
triste y resignada el día de la ruptura, entre los macizos de flores de la
Plaza de la Reina.
La última fotografía mental que os voy a relatar hoy vuelve a estar
relacionada con una mujer que me gustaba. Se trataba de una chica francesa
inteligente, simpática y adorable, con una belleza desgarbada pero muy natural
y muy sexy, con una gran sensibilidad artística y musical, y que tocaba el
piano y la guitarra como los propios ángeles. Creo que ya os hablé de ella
fugazmente una vez, hace tiempo: la de las cosquillas en las axilas.
Como es natural, éramos varios los chicos que revoloteábamos a su alrededor
como moscas sobre la miel, intentando conseguir su atención y tratando de salir
con ella. El momento en cuestión que recuerdo como si hubiese ocurrido ayer
empezó bien pero se convirtió en algo bastante extraño… Era fin de semana y el
resto de amigos se habían ido a pasar la noche fuera de la ciudad, con lo que
nos quedamos ella y yo solos en su piso, hablando, riendo, tocando la guitarra, compartiendo confidencias y
pasando un rato muy agradable. No recuerdo exactamente cómo, pero una cosa
llevó a la otra y de repente me estaba pidiendo que pasara la noche con ella.
Al principio fue algo precioso: los dos tumbados en su cama, haciendo la cucharita, con nuestros cuerpos
muy pegados… En su cadena sonaba el primer CD del Sketches for My Sweetheart the Drunk, de Jeff Buckley, y yo
la abrazaba muy fuerte y le acariciaba la cabeza, con mi nariz metida entre su
pelo. La melancólica Belleza de la música, el calor de su cuerpo y la fragancia
a flores de su champú y de su ropa me embriagaban, y el Tiempo pareció
detenerse. El resto del Universo había desaparecido y solo existía aquella
habitación, el Aquí y el Ahora, un instante perfecto que no me habría importado
vivir eternamente… Todavía hoy, sin esforzarme mucho, cierro los ojos y es como
si estuviera de nuevo allí.
Es entonces cuando empieza la parte más extraña del recuerdo: al cabo de un
buen rato intenté besarla pero, aunque seguía abrazada a mí, mis besos no
encontraban respuesta; sus labios estaban quietos y cerrados, tan inofensivos
como los de aquella niña con la que jugué a papás y mamás a los siete u ocho
años… era como si estuviera muerta.
No podía ver la expresión de su cara porque las luces estaban apagadas, y toda
la escena transcurrió en silencio, porque ella no hablaba y yo estaba tan
confuso que no se me ocurría qué decir. Así que, después de intentar sin éxito
durante un rato conseguir una respuesta por su parte, simplemente seguimos
abrazados el resto de la noche, mientras sonaba en bucle una y otra vez (puede
que hasta seis o siete) el segundo CD del álbum de Jeff Buckley,
que en comparación con el primero era bastante más áspero, crudo e inacabado,
como la situación en aquel momento. Fue una experiencia extraña y agridulce, y
no sé si ella llegó a dormir algo, pero yo desde luego no pegué ojo, en parte
abrumado por la proximidad de su cuerpo y en parte intentando interpretar lo
que había pasado.
A la mañana siguiente nos levantamos y desayunamos, y volvíamos a hablar y
a sonreírnos, pero solo como buenos amigos. Está claro que el significado de
aquello fue muy distinto para ambos: yo quería pasar el resto de mi vida con
ella y ella simplemente no quería dormir sola esa noche. El poso agridulce de
aquel fin de semana se tornó amargo poco después, cuando empezó a salir con otro de los chicos del grupo de
amigos… Yo lo pasé bastante mal durante un tiempo, pero aun así no renuncio a
este recuerdo, ni renunciaría a aquella noche incluso si tuviera el poder de
borrar a voluntad partes de mi pasado; seguro que una sola noche abrazado a
ella valió más que toda una relación con muchas de las petardas que hay por ahí
sueltas… Hace ya años que la francesa dejó a este otro chico y se fue de
España; he perdido el contacto con ella y no sé por qué continente andará viajando
ahora mismo, o si le estará dando a algún otro esos besos que yo no pude conseguir… Lo dejo aquí por hoy y continuaré la semana que viene: os hablaré de los recuerdos (bonitos y no tan
bonitos) que me han quedado de mi relación sentimental más prolongada (con la
que yo llamo siempre “mi ex”, la más importante) y a la vista de la colección
completa de recuerdos sacaré algunas conclusiones acerca del tema.
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