Hace ya bastante tiempo
hablamos de Cole, el niño de El Sexto Sentido,
que tenía la capacidad de ver a los muertos que no estaban en paz, y de cómo le gustaba ir de compras al centro comercial en las afueras de la ciudad para no tener encuentros
desagradables… Si Cole viviese en el casco antiguo de Valencia y su madre
prefiriese comprar en el Mercado Central, el pobre chico lo pasaría bastante
mal, teniendo que apartar la mirada continuamente ante la visión de los
ahorcados, los descuartizados o los ajusticiados por garrote… Y como hemos ido
viendo en las últimas dos semanas, habría otros puntos de la ciudad, como la
Plaza de la Virgen o el Paseo de la Pechina, en que el muchacho tampoco estaría
muy a gusto, que digamos.
El caso de
Cole enlaza en cierto modo con el de Francisco Jerónimo Simó,
sacerdote de la Parroquia de San Andrés, que a principios del S.XVII hacía todas
las semanas la llamada “Volta dels Condemnats”, recorriendo el mismo camino que
los condenados a muerte, desde las Torres de Serranos hasta la Plaza del
Mercado pasando por Calle Serranos, Calle Caballeros, Plaza del Tossal y Calle
Bolsería, y entrando en una especie de trance místico. Simó llegó a alarmar a
las autoridades porque tenía gran cantidad de seguidores, y una multitud le
acompañaba siempre en estos itinerarios para ser testigo de las alucinaciones y
visiones del más allá que le iban asaltando a lo largo del camino.
Pero centrémonos hoy en los dos últimos siglos de Historia de la ciudad… Son
varios los personajes célebres ajusticiados en el Mercado a principios del
S.XIX, como por ejemplo el guerrillero saguntino José Romeu
y Parras, ahorcado en 1812 por haberse alzado
contra los franceses; o como el General Elío,
protagonista de la represión absolutista y de la restauración de Fernando VII
en el trono, y ejecutado por garrote
vil en 1822, después de la Revolución Liberal. Sin embargo, la
historia más interesante es la de Cayetano Ripoll, maestro de Russafa y última víctima de la
Inquisición. En el año 1823, tras la entrada en
España de los Cien Mil Hijos de San Luis
y la restauración de Fernando VII, se crearon las Juntas de Fe, continuadoras
directas de la labor de la Inquisición, aunque con distinto nombre para evitar
las bien justificadas quejas de los que creían que era una institución anticuada
y carente de sentido en el mundo moderno.
En Russafa y en la zona de La Punta cumplía su
labor docente un maestro originario de Solsona que en la Guerra de la
Independencia había sido hecho prisionero y llevado a Francia, convirtiéndose
allí en deísta. Creía por tanto que Dios está presente en todo aquello que nos
rodea, incluyendo naturaleza, plantas, animales y personas; y que no es necesaria
la Iglesia como intérprete de la Verdad, que todos podemos encontrarla en
nuestro interior. A su regreso de Francia Cayetano continuó con su tarea,
impartiendo unas clases nada afines a la religión católica de aquellos años,
por lo que acabó siendo denunciado a la Junta de Fe de Valencia por sus propios
vecinos. Se le acusó entre otras cosas de no llevar a sus alumnos a misa, de no
arrodillarse ni quitarse el sombrero al pasar las procesiones y de comer
carne en Viernes Santo.
Ripoll
fue apresado en 1824, y los dos años que duró el proceso los pasó en la cárcel
de San Narciso, cerca del Puente de la Trinidad. Se le dio varias veces la
oportunidad de arrepentirse, pero en todo momento se mantuvo íntegro y fiel a sus creencias;
a muchos de los testigos de la época les asombraba su serenidad y su gran
sentido común, frente a lo absurdo de las acusaciones vertidas sobre él. Finalmente
fue condenado como hereje, aunque se decidió colgarlo en vez de llevarlo a la
hoguera, considerada un castigo demasiado bárbaro y atrasado para la época.
También se decidió que su cadáver no quedaría expuesto varios días, como se
hacía antiguamente. Fue ahorcado en la Plaza del Mercado el lunes 31 de julio de 1826, y para que el fuego purificador
estuviese presente, al menos de manera simbólica, se colocó justo debajo un
tonel con llamas pintadas en el que su cadáver fue metido después, para ser finalmente
enterrado en la parte exterior del Cementerio General.
La
noticia de la ejecución generó un gran revuelo internacional, y seguramente debido
a esto Ripoll fue el último condenado a muerte por la Inquisición, que quedó
totalmente abolida el 15 de julio de
1834. Dos años antes, el 30 de julio de 1832, Fernando VII suprimió también las
ejecuciones por horca, y se pasó a utilizar sólo el garrote vil. La figura de
Cayetano Ripoll se ha convertido en Valencia en un símbolo de la lucha contra
la intransigencia y la superstición, y se han escrito tres o cuatro libros acerca
de su caso, entre ellos Inquisitio,
de Alfred Bosch, que yo mismo he leído y que os recomiendo. En 1980 se le dedicó
la Plaza del Maestro Ripoll, cerca de la Avenida Blasco Ibáñez, plaza que
después (¡ironías del destino!) ha sido parcialmente ocupada por una iglesia de nueva construcción…
Pero volvamos al S.XIX. Después de innumerables años en la Plaza del Mercado, el lugar para las ejecuciones se trasladó hacia
1850 al Palacio de Justicia, en la Glorieta. No estuvo allí mucho tiempo,
porque había un colegio bastante cerca y se recibieron numerosas quejas, así
que lo trasladaron de nuevo hasta el Llano del Real, en la zona de los Viveros,
por entonces fuera de la ciudad.
La última
ejecución pública en España se llevó a cabo en Murcia en 1896, viajando hasta
allí Pascual Ten Molina, el verdugo de Valencia, que vivía en la Calle Angosta
de la Compañía, en una casa cuya puerta tapiada aún podéis visitar hoy en día.
La condenada era Josefa Gómez, una hermosa mujer apodada La Perla Murciana,
acusada de envenenar a su marido y a la criada con estricnina, en colaboración
con su amante. Pascual, tal vez por la fuerte oposición de los murcianos de a
pie a que se ejecutara la sentencia, o tal vez por la gran belleza de la acusada,
solicitó su indulto a Madrid. El indulto nunca llegó y Pascual tuvo que pasar a
Josefa por el garrote. Más tarde fue cesado en su cargo por haber pedido
clemencia, lo que se consideró una actitud impropia en un verdugo… Pocos años
después se cambió la legislación para que las ejecuciones se realizaran en
privado dentro de las cárceles, y no en las plazas públicas.
La pena de
muerte fue cancelada en 1932, con la Segunda República, pero Franco la recuperó
después de la Guerra Civil. Hasta bien entrado el S.XX continúa la tarea de los verdugos, que normalmente eran gente
con hambre que cogía el puesto para dar de comer a los suyos, o que lo había
heredado directamente de su padre, casi sin tener elección. Estos ejecutores no
hacían más que cumplir las sentencias que otros firmaban cómodamente desde un
despacho; eran los que se manchaban las manos de sangre, y además eran víctimas
de la superstición y el rechazo de casi todos, igual que había venido
ocurriendo durante siglos. Cuando se trasladaban a otra ciudad para efectuar
una ejecución les costaba encontrar pensión para pasar la noche, o incluso que
los atendiesen en un bar, por miedo a que los vasos de los que hubieran bebido
trajesen mal fario a todo aquel que los utilizase después… Vamos, que no era un oficio muy agradecido,
o como dirían los Faith No More: “Es un trabajo sucio pero alguien tiene que hacerlo”.
En cuanto a la
última ejecución de una mujer en España, fue la de Pilar Prades, conocida como
la envenenadora de Valencia.
A base de ponerle en las comidas matahormigas con arsénico, asesinó a la señora
de la casa en que servía, la mujer de un charcutero de la Calle Sagunto, para
intentar ocupar su lugar en el negocio, pero fue despedida por el marido. Poco
después su amiga Aurelia le consiguió trabajo en la casa de Manuel Berenguer,
un médico militar de Russafa, donde ella misma trabajaba de cocinera. Pilar
acabó intentando envenenar también a Aurelia, que le había robado una posible
conquista, así como a María del Carmen, la mujer del médico, pero fue descubierta
y denunciada a tiempo por éste. Las dos mujeres sobrevivieron pero les quedaron
secuelas de por vida… Por aquella época mi madre, que tendría unos cinco o seis
años, iba por las tardes a la misma academia de ballet que Gloria, la hija de
los Berenguer. A ella la llevaba mi abuela y a Gloria la llevaba (antes de que
se destapara el escándalo, claro) Pilar, y la academia estaba en una primera
planta a la que se accedía desde el Pasaje Rex, con lo que muchas veces
coincidían todas en el ascensor,
de modo que en alguna que otra ocasión mi abuela entabló conversación con la
envenenadora, seguramente hablando del tiempo que hacía, o del que haría al día
siguiente.
Tras las
investigaciones e interrogatorio, Pilar fue declarada culpable de asesinato y condenada
a garrote vil, siendo ejecutada el 19 de mayo de 1959.
El verdugo Antonio López Sierra (que también se encargaría en 1974, en
Barcelona, del anarquista Salvador Puig Antich,
último ejecutado a garrote de España) llegó de Madrid, y al saber que se
trataba de una mujer se negó a matarla. La ejecución, prevista en la Cárcel de
Mujeres de Valencia para primera hora de la mañana, se retrasó más de dos horas,
y a López Sierra lo emborracharon con coñac (o se emborrachó él solo, porque
parece ser que iba casi siempre contentillo a trabajar) y tuvieron que llevarlo
casi a rastras a cumplir su cometido. Uno de los letrados testigos de aquel
episodio surrealista se lo relató a Luis García Berlanga, que junto con Rafael
Azcona escribiría más tarde el guion de la fabulosa película El Verdugo.
Franco siguió
firmando ejecuciones casi hasta el momento de su muerte: las últimas penas capitales
en España, los fusilamientos de dos miembros de ETA y tres del FRAP, son del 27
de septiembre de 1975. En 1978 la pena de muerte fue
abolida salvo en caso de tribunales militares en situación de guerra, y finalmente
el 27 de noviembre de 1995 quedó completamente eliminada de la
legislación… hace veinte añitos escasos,
prácticamente nada. Como hemos ido viendo a lo largo de toda esta entrega, las
cosas han evolucionado poco a poco a mejor, y el sentido común ha acabado
imperando en lo que respecta al castigo de los delitos. Aunque en España ya no
hay pena de muerte ni tortura, lamentablemente en otros muchos países
se siguen produciendo ejecuciones, abusos y procedimientos injustos contra los que hay que luchar,
independientemente de que estén o no amparados por la legislación de dichos
países… Si una ley no es realmente justa hay que cambiarla.
Actualmente ya
no se ejecuta a nadie aquí, pero ¿cómo influye este pasado de violencia en nuestro presente? ¿Debemos
preocuparnos por los fantasmas de los condenados que nos rodean cuando paseamos por Valencia? Yo creo que no. No
somos como Cole, el niño de El Sexto Sentido, y
no nos va a salir ningún espectro atormentado de detrás de una esquina. Los episodios cruentos del pasado de nuestra ciudad debemos recordarlos no con miedo, pero
sí con respeto, para ser conscientes de lo mucho que hemos avanzado como
sociedad y para intentar que cosas así no se vuelvan a repetir nunca más. Y también
debemos tener presente que, cuando echamos la vista atrás, los recuerdos
lúgubres se mezclan siempre con otros más agradables, que tampoco hay que
olvidar… Lo que me lleva a retomar el enigma pendiente de resolver desde hace
dos semanas: ¿Cuál es el origen de las muescas en la Puerta de la Almoina? En
principio podrían deberse al hacha del verdugo, ya que la Plaza de la Virgen,
donde se decapitaba a los nobles condenados, está a pocos metros de allí, pero
no tiene mucho sentido que el Morro de Vaques no utilizase su propia piedra de
afilar…
Además de
preguntar al responsable de patrimonio de la Catedral, otra de las cosas que
hice al documentarme para esta
entrada fue asistir a una de las visitas guiadas de Tornatemps,
la titulada “Crimen y Castigo”, conducida por el licenciado en Historia Manuel del Álamo.
Al consultarle sobre el tema, Manolo me comentó que
otra de las teorías que le habían llegado acerca de las muescas era que antiguamente
las mujeres embarazadas daban nueve vueltas al exterior de la Catedral (una por
cada mes, para tener un parto sin complicaciones), marcando cada una de ellas en la piedra junto
a la Puerta de la Almoina. Ahora el ritual se sigue haciendo por el interior (o
sea, que la procesión va por dentro),
rezándose una oración al final de cada vuelta ante la Virgen del Buen Parto… Tal
vez Jaime Sancho Andreu no habla mucho de esta teoría acerca de las marcas porque
no quiere que las embarazadas le desgasten el edificio más de lo que está.
Efectivamente, la primera vez que pasé por la puerta después de la visita de
Tornatemps me paré a contar las muescas, y aunque es difícil asegurarlo con
exactitud (una de ellas está un poco bifurcada y otra está casi en la esquina
de la piedra), sí podría decirse que hay nueve… Sería irónico (pero hermoso) que, después de
tanto investigar sobre ejecuciones, la verdadera explicación del misterio de
las muescas no tuviera que ver con la Muerte y la violencia sino, al contrario,
con el feliz alumbramiento de nuevas Vidas en nuestra querida ciudad.
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