Antes de seguir hablando de
ejecuciones en la ciudad de Valencia a lo largo de su historia, dejadme aclarar
que no todo iba a ser matar gente; por supuesto, había otros muchos tipos de penas para los delincuentes además
de la capital: talión, infamia, destierro, pecuniaria (es decir, monetaria),
privación de oficio, vergüenza pública, azotes, mutilación, galeras… En los casos poco graves las
penas que se imponían eran básicamente castigos corporales, y el más habitual
de todos eran los azotes al reo mientras se le llevaba por calles y plazas,
encima de un asno o corriendo delante del verdugo, o en otras ocasiones simplemente
atado a un poste. Por ejemplo, en la actual Plaza del
Doctor Collado había una picota en la que el almotacén propinaba los azotes a
los comerciantes deshonestos que, desobedeciendo los consejos de las inscripciones de la Lonja,
habían hecho trampas en el mercado. Dependiendo del tipo de delito, los reos podían recibir entre cien y
trescientos azotes. A veces ni siquiera era necesario recurrir a los castigos
corporales; por ejemplo, a los culpables de adulterio bastaba con hacerlos
correr por las principales plazas de la ciudad, desnudos y expuestos a la
vergüenza pública.
Y sigamos con cosas un poco más
serias. La semana pasada ya mencionamos por encima las distintas formas de
ajusticiar a los reos. La decapitación, dentro de lo
malo, era casi un trato de favor reservado sobre todo a los nobles, una muerte
rápida e indolora si se hacía bien, y normalmente había un ataúd bien cerca
para meter lo antes posible las dos partes del cuerpo y darles cristiana sepultura.
Era costumbre que los aristócratas ajusticiados mantuviesen la compostura
dentro de lo posible, e incluso que diesen un pequeño discurso de despedida
antes de proceder a la decapitación. El segundo método por orden de eficiencia
era el garrote vil;
aunque originariamente se trataba de un garrotazo de verdad en la cabeza, con
el paso de los años evolucionó a algo supuestamente más civilizado, aunque no
creo que se le pueda llamar así… Al reo, atado a una silla, se le inmovilizaba
la cabeza y se le atornillaba una gruesa vara de metal, partiéndole la médula a
la altura de la nuca. Si el verdugo tenía experiencia era algo bastante rápido,
pero si lo hacía alguien con poca pericia o con escasa fuerza corporal podía
convertirse en una lenta agonía de veinte o treinta minutos entre estertores.
La horca tal y como se usaba hace cuatro,
cinco o seis siglos era sin trampilla y no tenía mucha distancia de caída, con lo que la muerte era por
asfixia y por tanto más lenta y dolorosa; éste fue con diferencia el método más
utilizado en nuestra ciudad en los primeros siglos desde la Reconquista. Y por
último estaba la hoguera, una de las peores maneras de morir… Otro de los posibles
procedimientos era el de quemar en efigie, y consistía en quemar un muñeco,
cuando el condenado estaba desaparecido, huido o ya muerto. En ocasiones,
cuando se condenaba a alguien ya fallecido, se podían desenterrar sus restos o
sus huesos para quemarlos; era una manera de someter a su alma a un castigo,
aunque ya no quedase vida dentro de su cuerpo.
Aunque en otros países el oficio de verdugo
era respetado e incluso les aplaudían al acabar su trabajo, en la Corona de
Aragón y más tarde en España era algo muy mal visto. El verdugo, también
conocido como Botxí o Morro de Vaques, era
funcionario del municipio, que le proporcionaba una vivienda. Solía ser un
forastero con pocas vinculaciones familiares en la ciudad, vivía con cierto
aislamiento y en su vida diaria se le obligaba a llevar siempre puestos unos
guantes de cuero y a usar una vara para señalar aquellos objetos que no le
estaba permitido tocar, por ejemplo al hacer la compra en el mercado. Además de ejecutar las sentencias,
se encargaba de otras tareas como alquilar el asno para trasladar al condenado,
montar el patíbulo, conseguir leña para la hoguera, trasladar y montar los
instrumentos de tortura…
Aparte de cobrar una cantidad fija, el verdugo tenía
tarifas dependiendo de la tarea a realizar. En un documento de 1388 se
especifican estas tarifas para el Morro de Vaques de la ciudad de Valencia: por descuartizar, 33 sueldos; por repartir los
miembros por los caminos, 11 sueldos; por quemar en la hoguera, 22 sueldos; por
quemar en efigie, 11 sueldos; por ahorcar, 11 sueldos; por llevar al ahorcado
al Carraixet (al Cementerio de los Ajusticiados), 11 sueldos; por descolgar al
ahorcado, 11 sueldos; por azotar y por la bestia de carga, 6 sueldos y 3 dineros; por cortar las orejas, 11 sueldos; por cortar una mano, 5 sueldos y 6
dineros; y por cada tormento aplicado, 5 sueldos y 6 dineros.
Hagamos ahora
un recorrido por la historia de la ciudad para enumerar algunas ejecuciones
célebres… Podemos empezar hablando de la Guerra de la Unión, un enfrentamiento entre el
pueblo de Valencia y Pere IV el Cerimoniós, en los años 1347 y 1348. El Rey
llevaba a cabo frecuentes campañas militares que requerían la recaudación de
muchos impuestos; esto, unido al carácter autoritario de la política monárquica
y a una crisis agraria agravada aún más en 1347, cuando comenzó a extenderse
por todo el territorio la Peste Negra,
fue lo que originó la revuelta. El movimiento fue iniciado por la ciudad de
Valencia, que poco a poco fue convenciendo a las demás poblaciones del Reino a
sumarse. En diciembre de 1347 estalló una guerra abierta, y los frecuentes
consejos se convocaban mediante el repique de la llamada Campana de la Unión, que
se había colocado a tal efecto en la Casa de la Ciudad.
Los primeros éxitos en las batallas fueron para la
Unión, y poco después el propio monarca caía prisionero en manos de los
unionistas. Durante el tiempo que duró su cautiverio en Valencia, entre abril y
mayo, el Rey fue víctima de los más variados abusos por parte de sus súbditos
rebeldes; por ejemplo, Joan Sala, el líder
de la revuelta, le obligó a bailar delante del pueblo para ponerlo en ridículo. Sin embargo, la llegada de la
Peste Negra a las murallas de Valencia hizo que los unionistas, temerosos de
que ésta acabara con la vida del Rey, lo liberasen, habiendo negociado
previamente una serie de condiciones… condiciones que el Ceremonioso incumplió,
por supuesto. El 10 de diciembre de 1348 el Rey entraba triunfante en la ciudad,
sofocando la revuelta. La represión del movimiento unionista no se hizo
esperar: los ajusticiamientos de veintidós de sus principales dirigentes se
realizaron en ocasiones de forma sumamente cruel. A Joan Sala, por ejemplo, se
le condenó a beber el bronce fundido de la Campana de la Unión.
Precisamente en la esquina de la calle de la Unión con la calle Navellos, en
la Plaza de San Lorenzo, estaba la sede de la Inquisición,
aunque no se llevaban a cabo ejecuciones en la plaza (al menos que a mí me
conste). Fue derribada hace ya mucho Tiempo, y el edificio construido actualmente
en su lugar pertenece a la familia Trénor. En Valencia la Inquisición comenzó a actuar durante
las últimas décadas del S.XV, llegando el primer inquisidor, el dominico Joan
Epila, a la ciudad en agosto de 1484. Esta orden se jactaba de no derramar sangre, de no matar personalmente,
aunque el porcentaje de penas capitales en sus juicios era bastante alto. Los
jueces eclesiásticos entregaban a sus condenados a muerte a la justicia
ordinaria para que ésta ejecutara la pena, y así no se ensuciaban las manos. La
cárcel de la Inquisición, o cárcel de San Narciso, estaba bastante cerca de San
Lorenzo, en la Plaza de la Penitencia, detrás de las actuales Corts.
Aparte de sobre judíos, moriscos
y erasmistas, el rigor de los inquisidores recayó principalmente sobre herejes
y homosexuales, que según los Fueros
tenían reservada la pena de muerte en la hoguera. En particular los
homosexuales (o sodomitas, como se les llamaba) fueron perseguidos con saña, y
muchos de ellos huyeron de Valencia ya en 1452, tras la quema de cinco de sus
compañeros. A veces era el mismo populacho el que reclamaba estos “pecadores” a
las autoridades para poder ajusticiarlos por su cuenta y riesgo, o incluso se
los arrebataba de las manos a la fuerza, como sucedió en 1519 tras otro funesto
período de peste… El pueblo se convertía así en algo más que un mero espectador
pasivo a la hora de administrar “justicia”.
Una de las fuentes de información más interesantes acerca de la vida en
nuestra ciudad en su época de mayor esplendor es el Dietari del Capellà d’Alfons el Magnànim,
heterogéneo conjunto de textos dividido en cuatro partes. La compilación de estos
textos, así como la autoría de gran parte de ellos, se atribuye a Melchor
Miralles, que fue sacristán en Valencia en la segunda mitad del S.XV. Gracias a
esta crónica sabemos que el 28 de julio de 1460, un día soleado y caluroso, se
produjo un ajusticiamiento bastante peculiar. Se ahorcaba al hijo de un notario
de Mallorca cuyo nombre al nacer había sido Miquel Borràs. Sin embargo, era un hombre que se sentía mujer, se comportaba como tal y vestía
como tal, llamándose a sí misma Margarida.
Tras el tormento inquisitorial de rigor, en el que delató a algunos de sus compañeros,
fue ahorcada llevando una camisa de hombre, bien corta y sin ropa interior
debajo, para que mostrara sus vergüenzas y se viera de forma clara que,
fisiológicamente al menos, era un hombre. Lo más probable es que Melchor Miralles asistiera a la
ejecución y tomara nota detallada de la misma, llegando así hasta nuestros días
el nombre de Margarida, que en los últimos años ha recibido algunos homenajes
por parte del Colectivo LGTB de Valencia. En su día, sin embargo, tras la
tortura y la humillación en la Plaza del Mercado, su cuerpo sin vida fue
abandonado tristemente en una fosa común.
En 1599 se
derribó el cadalso de mampostería del mercado, ya que con motivo de los festejos
celebrados por la boda de Felipe III y la Archiduquesa de Austria se colocó en
este lugar un arco triunfal. Después se construyó un nuevo patíbulo, que es el
que se aprecia en el mapa de la ciudad confeccionado en 1608
por Antonio Mancelli, y que se demolió de nuevo en 1622 para el fastuoso
recibimiento del Rey Felipe IV. A partir de esta fecha la horca se alzaba
únicamente cuando se ajusticiaba a alguien, y por eso en el mapa del padre
Tomás Vicente Tosca, de 1704, ya no aparece el patíbulo en la Plaza del
Mercado.
La próxima
semana, en la última entrega de esta entrada, mencionaremos a algún otro condenado
célebre, pero antes de acabar por hoy quería centrarme en el número de ajusticiados
en la ciudad y su evolución con el paso del Tiempo… He encontrado datos bastante detallados para el S.XVII
según los cuales en la primera mitad del siglo había unas quince ejecuciones
anuales en promedio, sobre todo en la horca y por delitos de bandolerismo o
asesinato, bajando a unas cinco ejecuciones anuales en la segunda mitad. En el S.XVIII
parece ser que hubo en total cincuenta y una penas capitales, casi todas por horca
o garrote. No he podido conseguir datos para siglos anteriores al XVII, pero es
casi seguro que había más de quince condenas a muerte anuales; por ejemplo, sólo
entre 1522 y 1538 se le atribuyen a la Virreina Germana de Foix
hasta ochocientas ejecuciones en su estrategia de represión del movimiento
agermanado, aunque esta cifra no está confirmada. Como es lógico, a medida que
pasan los años se va imponiendo el sentido común y las penas capitales contabilizadas
disminuyen poco a poco, el número de muescas
en estas macabras estadísticas se va haciendo cada vez menor… Y hablando de
muescas: la semana que viene llegaremos a finales del S.XX, momento en que se
abolió la pena de muerte en España, y os propondré una nueva y sorprendente
teoría que podría dar explicación a las muescas de la Puerta de la Almoina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario