lunes, 16 de febrero de 2015

El Vuelo de la Flecha (I)


Este sábado, justo después del Desayuno en el IVAM, estuve comentando con uno de mis buenos amigos de la organización que los eventos de este tipo hay que tratar de disfrutarlos, en la medida de lo posible, en tres sentidos, a saber: el antes, el durante y el después. Estábamos de acuerdo en que muchas veces se le quita a la tercera fase la importancia que debería tener, y no se hace un balance suficientemente detallado de lo que ha salido bien o mal, ni se reflexiona sobre la experiencia vivida, ni se vuelven a recordar las mejores anécdotas una vez pasados dos o tres días… A partir de ese momento las mentes ya están puestas en la siguiente cita, en el siguiente gran evento, y lo pasado pasado está. El veinte de marzo de cada año, justo después de la Cremà, los falleros están pensando ya en las Fallas del próximo año; cada domingo miles de adolescentes de culo inquieto se han olvidado del blockbuster que vieron en las salas de cine ese fin de semana y están soñando con el gran estreno del viernes siguiente, mientras se ponen el correspondiente trailer en YouTube una y otra vez y comentan en las redes lo mucho que va a molar…




Esto enlaza directamente con un poema de Jesús, otro buen amigo mío que conocí hace años en otra de las asociaciones en las que he estado implicado, y que hoy en día tengo prácticamente abandonada, la Sociedad Tolkien Española. Por desgracia no he podido localizar el texto completo en ninguna parte, pero desde que se lo oí recitar en una velada literaria se me quedó grabada en la cabeza la imagen que nos presenta: según Jesús, somos como flechas que surcan continuamente el aire en pos de una diana, y que tras dar en ella se ponen de nuevo en movimiento hacia otras dianas, siempre en busca de nuevas metas y nuevos proyectos.

John Ronald Tolkien, prestigioso lingüista, profesor de la Universidad de Oxford y uno de los escritores de más éxito del siglo XX, es célebre por su afán de perfeccionismo y por revisar sus escritos una y otra vez para que hasta el más mínimo detalle cuadrara y fuese coherente con el resto de la obra; no en vano su novela más popular, El Señor de los Anillos, tardó quince años en publicarse desde el inicio de su escritura. Pero el ejemplo más acusado de esta búsqueda de la perfección está en el Silmarillion, conjunto de narraciones mitológicas y legendarias pertenecientes al mismo universo de ficción que relatan, en muy diversos formatos y estilos, la creación e historia de la Tierra Media y los hechos que precedieron a las aventuras de los hobbits Bilbo y Frodo; puede decirse que es el equivalente al Antiguo Testamento en la Biblia, mientras que El Señor de los Anillos podría considerarse el Nuevo Testamento. Los elfos que protagonizan estos relatos fueron creados por Tolkien en su juventud para dotar a sus lenguas inventadas de criaturas que pudiesen hablarlas, y siguió ampliando, revisando y retocando este corpus narrativo hasta el final de su vida, sin llegar a verlo publicado. Fue su hijo Christopher quien, a su muerte, se encargó de revisar todas las versiones existentes, seleccionar las que eran coherentes entre sí, editarlas para darles un cierto hilo conductor y publicarlas unos pocos años después.

Cuentan los biógrafos de Tolkien que en la última etapa de su vida su trabajo en la obra se fue haciendo más y más lento, y que se obsesionó hasta tal punto con algunas cuestiones metafísicas relativas a ciertas partes del relato que prácticamente se quedó atascado. Tal vez la magnitud del proyecto le sobrepasó, y se sentía demasiado viejo para acometer la fase final de seleccionar las versiones y dotar de cohesión al conjunto; o tal vez no quería finalizar la tarea y, sin darse cuenta, iba poniendo excusas y postergando el momento todo lo posible… Suele decirse que una obra de arte no se termina, simplemente se abandona. Algunos artistas o escritores consideran que una vez entregada al público la obra deja de ser suya, y experimentan una desagradable sensación de vacío al darla por acabada. En algunos casos, si se trata de un proyecto largamente acariciado, o muy personal, o destinado a ser la obra maestra de su carrera, es como si supieran que al acabarlo se terminará también su vida, les faltará un objetivo que perseguir, nuevas dianas hacia las que tensar el arco y soltar la flecha. Tal vez lo realmente importante no sea dar en la diana sino el zumbido del viento mientras la flecha se dirige hacia su centro, y por eso los artistas tratan de prolongar esa sensación y hacen que dure lo máximo posible.
 



Quizás uno de los genios con más proyectos inacabados del pasado siglo es Orson Welles, y el ejemplo más famoso el de su película sobre Don Quijote. Las primeras pruebas de cámara se rodaron en 1955 (justo el año en que Tolkien terminó de publicar, por fin, las tres partes de El Señor de los Anillos) y el rodaje abarcó (también) quince largos años a partir de 1957, periodo en el que hubo numerosos parones por quedarse varias veces sin financiación. A finales de los sesenta el actor principal, Francisco Regueira, que había enfermado gravemente, pidió a Welles que filmase con más rapidez el resto de sus escenas antes de que su salud se resintiera de forma irreversible. Incluso después de acabado el rodaje principal se siguieron haciendo, por si acaso, tomas sueltas de tradiciones españolas (procesiones, sanfermines…) por aquí y por allá, y Welles estuvo trabajando en el montaje hasta su muerte en 1985. El director consideraba la película como un proyecto personal al cual se dedicaba en sus ratos libres; su idea del tema principal y el enfoque del film cambiaron en varias ocasiones, ya que cada vez que viajaba a España se le ocurrían ideas nuevas. Con tal frecuencia le preguntaba la gente por la marcha del proyecto que incluso pensó en cambiar el título a “¿Cuándo vas a terminar Don Quijote?”. Al final de su vida Welles había escrito en total unas mil páginas de guión para la película, que por supuesto se quedó sin terminar. Posteriormente se han hecho un par de montajes distintos con el material disponible, uno de ellos a cargo de Jesús Franco.




Luego están los autores como Franz Kafka, tan perfeccionistas y tan descontentos con sus obras inacabadas que llegaron a pedir que todos los borradores fuesen destruidos tras su muerte (última voluntad que en este caso no llegó a cumplirse, con lo que sin duda salimos ganando muchos lectores). Remontándonos aún más atrás en la Historia, el poeta romano Virgilio estuvo trabajando en la Eneida los últimos diez años de su vida y, según se cuenta, pidió poco antes de su muerte al emperador Augusto que quemara el manuscrito, por no haber alcanzado aún el nivel de perfección por él buscado. Augusto tampoco le hizo caso, y también en aquella ocasión salimos ganando todos los que hemos podido leer la Eneida desde entonces… Por cierto: no olvido que tengo pendiente hablaros de la Odisea de Homero, y de Penélope, la esposa de Ulises; la próxima semana seguiremos tratando este tema desde otros ángulos y hablaremos, entre otras cosas, del Síndrome de Penélope, de tensiones sexuales no resueltas y de si llegará o no el día en que La Belleza y el Tiempo sea una obra terminada.

No hay comentarios: