Este sábado, justo después del Desayuno en el IVAM,
estuve comentando con uno de mis buenos amigos de la organización que los
eventos de este tipo hay que tratar de disfrutarlos, en la medida de lo
posible, en tres sentidos, a saber: el antes, el durante y el después.
Estábamos de acuerdo en que muchas veces se le quita a la tercera fase la
importancia que debería tener, y no se hace un balance suficientemente
detallado de lo que ha salido bien o mal, ni se reflexiona sobre la experiencia
vivida, ni se vuelven a recordar las mejores anécdotas una vez pasados dos o
tres días… A partir de ese momento las mentes ya están puestas en la siguiente
cita, en el siguiente gran evento, y lo pasado pasado está. El veinte de marzo
de cada año, justo después de la Cremà, los falleros están pensando ya en las Fallas del próximo año;
cada domingo miles de adolescentes de culo inquieto se han olvidado del
blockbuster que vieron en las salas de cine ese fin de semana y están soñando
con el gran estreno del viernes siguiente,
mientras se ponen el correspondiente trailer en YouTube una y otra vez y
comentan en las redes lo mucho que va a molar…
Esto enlaza directamente con un poema de Jesús, otro buen amigo mío
que conocí hace años en otra de las asociaciones en las que he estado
implicado, y que hoy en día tengo prácticamente abandonada, la Sociedad Tolkien Española. Por desgracia no he podido
localizar el texto completo en ninguna parte, pero desde que se lo oí recitar en
una velada literaria se me quedó grabada en la cabeza la imagen que nos
presenta: según Jesús, somos como flechas que surcan continuamente el aire en pos de una diana, y que tras dar en ella se ponen de nuevo en movimiento
hacia otras dianas, siempre en busca de nuevas metas y nuevos proyectos.
John Ronald Tolkien, prestigioso lingüista, profesor de la Universidad de
Oxford y uno de los escritores de más éxito del siglo XX, es célebre por su afán
de perfeccionismo y por revisar sus escritos una y otra vez para que hasta el
más mínimo detalle cuadrara y fuese coherente con el resto de la obra; no en
vano su novela más popular, El Señor de los Anillos,
tardó quince años en publicarse desde el inicio de su escritura. Pero el
ejemplo más acusado de esta búsqueda de la perfección está en el Silmarillion,
conjunto de narraciones mitológicas y legendarias pertenecientes al mismo
universo de ficción que relatan, en muy diversos formatos y estilos, la creación e historia de la Tierra Media
y los hechos que precedieron a las aventuras de los hobbits Bilbo y Frodo;
puede decirse que es el equivalente al Antiguo Testamento en la Biblia,
mientras que El Señor de los Anillos podría considerarse el Nuevo Testamento.
Los elfos que protagonizan estos relatos fueron creados por Tolkien en su
juventud para dotar a sus lenguas inventadas
de criaturas que pudiesen hablarlas, y siguió ampliando, revisando y retocando
este corpus narrativo hasta el final de su vida, sin llegar a verlo publicado.
Fue su hijo Christopher quien, a su muerte, se encargó de revisar todas las
versiones existentes, seleccionar las que eran coherentes entre sí, editarlas
para darles un cierto hilo conductor y publicarlas unos pocos años después.
Cuentan los biógrafos de Tolkien que en la última etapa de su vida su
trabajo en la obra se fue haciendo más y más lento, y que se obsesionó hasta
tal punto con algunas cuestiones metafísicas relativas a ciertas partes del
relato que prácticamente se quedó atascado. Tal vez la magnitud del proyecto le
sobrepasó, y se sentía demasiado viejo para acometer la fase final de
seleccionar las versiones y dotar de cohesión al conjunto; o tal vez no quería
finalizar la tarea y, sin darse cuenta, iba poniendo excusas y postergando el
momento todo lo posible… Suele decirse que una obra de arte no se termina, simplemente se abandona. Algunos
artistas o escritores consideran que una vez entregada al público la obra deja
de ser suya, y experimentan una desagradable sensación de vacío al darla por acabada.
En algunos casos, si se trata de un proyecto largamente acariciado, o muy
personal, o destinado a ser la obra maestra de su carrera,
es como si supieran que al acabarlo se terminará también su vida, les faltará
un objetivo que perseguir, nuevas dianas hacia las que tensar el arco y soltar
la flecha. Tal vez lo realmente importante no sea dar en la diana sino el
zumbido del viento mientras la flecha se dirige hacia su centro, y por eso los
artistas tratan de prolongar esa sensación y hacen que dure lo máximo posible.
Quizás uno de los genios con más proyectos inacabados del pasado siglo es Orson
Welles, y el ejemplo más famoso el de su película sobre Don Quijote.
Las primeras pruebas de cámara se rodaron en 1955 (justo el año en que Tolkien
terminó de publicar, por fin, las tres partes de El Señor de los Anillos) y el
rodaje abarcó (también) quince largos años a partir de 1957, periodo en el que
hubo numerosos parones por quedarse varias veces sin financiación.
A finales de los sesenta el actor principal, Francisco Regueira, que había
enfermado gravemente, pidió a Welles que filmase con más rapidez el resto de
sus escenas antes de que su salud se resintiera de forma irreversible. Incluso
después de acabado el rodaje principal se siguieron haciendo, por si acaso,
tomas sueltas de tradiciones españolas (procesiones, sanfermines…) por aquí y
por allá, y Welles estuvo trabajando en el montaje hasta su muerte en 1985. El
director consideraba la película como un proyecto personal al cual se dedicaba
en sus ratos libres; su idea del tema principal y el enfoque del film cambiaron
en varias ocasiones, ya que cada vez que viajaba a España se le ocurrían ideas nuevas.
Con tal frecuencia le preguntaba la gente por la marcha del proyecto que incluso
pensó en cambiar el título a “¿Cuándo vas a terminar Don Quijote?”. Al final de
su vida Welles había escrito en total unas mil páginas de guión para la
película, que por supuesto se quedó sin terminar.
Posteriormente se han hecho un par de montajes distintos con el material
disponible, uno de ellos a cargo de Jesús Franco.
Luego están los autores como Franz Kafka, tan perfeccionistas y tan
descontentos con sus obras inacabadas que llegaron a pedir que todos los borradores fuesen destruidos tras su muerte
(última voluntad que en este caso no llegó a cumplirse, con lo que sin duda
salimos ganando muchos lectores). Remontándonos aún más atrás en la Historia, el poeta romano Virgilio estuvo trabajando
en la Eneida los últimos diez años de su vida y, según se cuenta, pidió poco
antes de su muerte al emperador Augusto que quemara el manuscrito, por no haber
alcanzado aún el nivel de perfección por él buscado. Augusto tampoco le hizo
caso, y también en aquella ocasión salimos ganando todos los que hemos podido
leer la Eneida desde entonces… Por cierto: no olvido que tengo pendiente
hablaros de la Odisea de Homero, y de Penélope, la esposa de Ulises; la próxima
semana seguiremos tratando este tema desde otros ángulos y hablaremos, entre
otras cosas, del Síndrome de Penélope, de tensiones sexuales no resueltas y de
si llegará o no el día en que La Belleza y el Tiempo sea una obra terminada.
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