Supongo que alguna vez os habréis despertado en mitad de un sueño
con una o varias imágenes del mismo grabadas a fuego en la cabeza con todo
detalle, imágenes que no se desvanecen con el paso de las horas a pesar de que
el resto del sueño esté ya muy borroso en vuestra memoria… Algo parecido me
ocurre a mí con El Museo del Pasado Imperfecto, una instalación artística que
montó el director de cine Mike Figgis en 2003 para la segunda edición de la
malograda Bienal de Valencia. La instalación estaba en una vieja casa señorial
de dos pisos abandonada desde hacía ya muchos años, en la calle Eixarchs, a un
tiro de piedra de la iglesia de los Santos Juanes. Recuerdo muchos de los
detalles como si hubiera estado allí ayer mismo. Se entraba por un amplio
espacio, que antiguamente habían sido las cocheras, donde estaba el mostrador
de las taquillas. Al pie de las escaleras que accedían a la instalación
propiamente dicha había una representación de un accidente, con un Seat 600 manchado
de sangre de cuya ventanilla abierta sobresalía el cuerpo malherido de un
maniquí que se estremecía de vez en cuando, accionado por algún tipo de
mecanismo oculto.
Una vez en el primer piso, se entraba en un distribuidor amplio
que conducía a varias habitaciones en las que todas las ventanas habían sido
cerradas, de modo que la única luz procedía de unos pocos focos muy tenues y de
las escasas rendijas que habían quedado abiertas a la calle. La oscuridad,
combinada con una música atonal y unos efectos sonoros desasosegantes que salían
de pequeños altavoces aquí y allá, creaban un ambiente lóbrego, opresivo, onírico, irreal. En algunas de las habitaciones había grandes
monitores de pantalla plana que mostraban distintas filmaciones; casi al
principio del itinerario, por ejemplo, se podía entrar a una pequeña sala sin
luz en la que se pasaba en bucle un perturbador vídeo en blanco y negro (¿o era en tonos de verde?), filmado
con una cámara de visión nocturna, de una mujer cerrando las pesadas cortinas
de un salón y cantando en la oscuridad una lenta y melancólica aria lírica de
varios minutos, con el típico reflejo brillante en las pupilas dilatadas y la
mirada perdida en el infinito, sin vida, como la de una muñeca.
De esta primera zona, con un par de
proyecciones más colgando de los muros, se pasaba hacia la derecha a un corto
pasillo, con muchas fotografías pegadas en ambas paredes (algunas de lugares,
algunas de personas), desde el cual se podía asomar uno al estrecho y
descuidado patio de luces, o al otro lado a un pequeño cuarto de baño que se
podía observar a través de un minúsculo ventanuco abierto en la puerta. Al
final del pasillo a la izquierda había una zona en la que varios monitores más
pequeños mostraban filmaciones subjetivas de coches conduciendo por distintas
carreteras, acompañadas de voces en off en inglés que se podían escuchar con la
ayuda de unos auriculares.
Girando a la derecha desde el pasillo se
entraba a lo que en otros tiempos habría sido un elegante salón, con un bonito
suelo de losetas de cerámica decoradas y un gran espejo colgando en la pared,
enfrentado a un monitor en el que se iban alternando distintas secuencias
protagonizadas por actrices de cine. No recuerdo cuántas eran ni quiénes eran
exactamente, pero estoy seguro de que una de ellas era Laura Harring, la protagonista
morena de Mulholland Drive (me parece que otro de los vídeos era de Naomi Watts).
Las secuencias eran todas planos de cintura para arriba, fijos y bastante largos,
de tal vez diez minutos, y no tenían palabras, centrándose sobre todo en la
intensidad de la expresión de las protagonistas, que a veces miraban a cámara
(te miraban a los ojos) fijamente, a veces apartaban la cabeza hacia otro lado
y a veces, por razones que a mí se me escapaban, hasta vertían alguna que otra
lágrima.
Había un par de salas más antes de volver
a la luz del día, bajar otras escaleras y salir por el jardín trasero del
caserón. Una de ellas era una habitación algo más iluminada que las demás, con
un par de maniquíes de tamaño natural rodeados de miniaturas de soldaditos,
tanques y aviones que ocupaban casi todo el suelo, y en la que unos cuantos
monitores pasaban secuencias de noticiarios de televisión relacionadas con los
horrores de la guerra moderna… Pero una de las escenas de la instalación que se
me han quedado grabadas con más fuerza es la del fantasmagórico dormitorio en
penumbra, con una cama en la que un maniquí recostado iluminado a contraluz representaba
a una enferma en su lecho de muerte, mientras otro monitor mostraba imágenes
que no recuerdo, o que tal vez he preferido olvidar… Tampoco recuerdo si el
maniquí se movía o no, ni si la cama tenía o no una mosquitera alrededor, ni
cuáles eran los efectos de sonido que se emitían desde el altavoz cercano; pero
sí recuerdo la terrible sensación de miedo que tuve de pie junto a la cama.
La instalación me impactó tanto que volví
dos o tres veces más durante las semanas que estuvo puesta, aprovechando para
entrar a horas en las que no había
mucha gente y podía sumergirme más a gusto en la experiencia sensorial… Pero aquí
es donde empieza el verdadero enigma del que quería hablaros hoy, porque, a
pesar de haber buscado por todos sitios durante estos últimos meses, no he
encontrado ni una sola fotografía de la instalación. De hecho, soy incapaz de
recordar si hice fotos allí o no, aunque me extrañaría no haberlo hecho,
teniendo en cuenta lo mucho que me gustó. He buscado en Internet información
sobre la Bienal, con la esperanza de localizar imágenes que avivaran nuevos
recuerdos en mi memoria, pero han pasado ya muchos años y gran parte de los
enlaces están rotos o desfasados: sólo he podido encontrar una breve reseña de
un párrafo y una
foto muy pequeña en la que apenas se adivinan dos de las salas.
Ya hemos hablado antes en el blog de lo
traicionera que puede ser la memoria; a veces te hace olvidar cosas que realmente
ocurrieron y otras hace que recuerdes las cosas de manera distinta a lo que
pasó de verdad. En lo que
respecta a las fotografías, ya he experimentado en varias ocasiones esta
extraña sensación: en un momento dado pienso que me vendría bien una
determinada foto para una entrada del blog, y juraría que la tengo, pero por
más que la busco no la encuentro. Además de con la instalación de Figgis, me ha
pasado recientemente con lugares de Valencia como el Parc de Capçalera, los
Jardines de Monforte, la parte antigua del Cementerio General… Mi primer paso
es siempre el de buscar entre mis carpetas de imágenes del ordenador, sin
ningún resultado; entonces me da por pensar que durante esta etapa digital mis
archivos han cambiado varias veces de disco duro, y no descarto que se me hayan
podido borrar o traspapelar carpetas enteras de fotos en alguno de los
traslados… Pero no me doy por vencido, así que mi siguiente paso es el de rebuscar
en los cajones en los que iba guardando las fotos analógicas, reveladas en
papel, hasta el momento en que empecé a usar cámara digital (momento que, por
cierto, tampoco consigo situar con exactitud en el Tiempo… ¡Qué cabeza!). Al no
encontrar nada tampoco en este caso, se me plantean dos posibles alternativas:
o bien hay algún sobre o algún álbum con más fotografías en un cajón que no he
revisado, o bien nunca he hecho esas fotos.
Esta última opción me parece bastante
probable, sobre todo teniendo en cuenta que suelo ser bastante cuidadoso con
mis archivos digitales y que en mi época analógica no llevaba la cámara encima
casi nunca… Pero entonces ¿cómo puede ser que recuerde muchas de esas
fotografías que supuestamente nunca saqué, incluyendo detalles como los
encuadres exactos o los juegos de luces y sombras? ¿Es posible que se hayan
extraviado las imágenes de tantos lugares distintos, o me estoy volviendo loco
y las saqué sólo en sueños? La explicación más razonable que he podido
encontrar a este misterio es la siguiente: cuando mis pasos me llevan a un
rincón de Valencia de particular Belleza y no llevo mi cámara encima, me fijo
muy bien en todo lo que me rodea, tratando de captar qué es lo que hace
especial a ese sitio, y de manera inconsciente tomo notas mentales de las
composiciones interesantes y los mejores ángulos para poder tomar fotos más
adelante… Mi memoria visual es muy buena para retener los pequeños detalles pero
mi memoria episódica es muy mala, de modo que con el paso del Tiempo recuerdo
perfectamente las imágenes pero no cómo han llegado a mi mente, y el deseo inicial
de hacer la foto se transforma en la falsa certeza de haberla hecho.
A la mayoría de estos lugares puedo volver cuando
quiera a sacar las fotografías que ya están en mi cabeza, con lo que el
conflicto no resulta ser tan grave; pero en el caso de la instalación de Figgis
no podré sacarle fotos sencillamente porque ya no está ahí; en la calle Eixarchs
sólo queda el caserón vacío, que con toda seguridad da también para muchas
fotos interesantes, pero que no es lo mismo… De todos modos, me da la impresión
de que todo aquello que encierra verdadera Belleza (aunque sea una Belleza un
tanto retorcida, como la ideada por Figgis), todo lo que llega a tocarnos el
alma en uno u otro sentido, la impregna para siempre y no se olvida. De hecho,
más de una década después, aún puedo recorrer las habitaciones de la
instalación cuando cierro los ojos, puedo verla en mis recuerdos; recuerdos tal
vez no muy fidedignos pero sí muy vívidos, como esas instantáneas procedentes
de un sueño (o pesadilla) especialmente intenso que ya no se borran nunca más de
la memoria… Lo que realmente me apena es que no podáis ver vosotros la
instalación, y por eso os la he contado aquí en palabras; por medio de este
relato espero también mantener nítidas en mi cabeza las imágenes, espero que estas fotos mentales no se desvanezcan con el Tiempo,
espero poder seguir visitando mi propio Museo del Pasado Imperfecto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario