lunes, 20 de julio de 2015

Postales desde Londres


Estos últimos veranos me he dedicado a visitar las grandes capitales europeas, repletas de Historia y de retales de Belleza, a razón de una por año, de lo cual os hice partícipes en el blog enseñándoos mis fotos de Roma y de París. Me he dado cuenta de que llevaba mucho tiempo sin continuar esta serie de entradas, así que, para celebrar que hace unos días se ha tumbado en el Parlamento Europeo una propuesta para restringir el uso en la Red de imágenes de monumentos, aquí tenéis una selección de mis mejores fotografías tomadas en Londres, una ciudad llena de hermosos edificios históricos y otros lugares de interés.

Para que estas entradas tengan un poco más de contenido, incluyo siempre enlaces en los títulos de las imágenes: en el caso de Roma llevaban a la explicación de la historia de los correspondientes lugares, y en el de París, a fragmentos de películas relacionados con ellos. En esta ocasión, los enlaces son a canciones de artistas o grupos británicos relacionadas (algunas de forma muy clara, otras de manera más difusa) con lo retratado. Pues nada, espero que disfrutéis de las canciones y de las fotos (tomadas algunas en días soleados, otras en días nublados).































lunes, 13 de julio de 2015

Muescas (III)


Hace ya bastante tiempo hablamos de Cole, el niño de El Sexto Sentido, que tenía la capacidad de ver a los muertos que no estaban en paz, y de cómo le gustaba ir de compras al centro comercial en las afueras de la ciudad para no tener encuentros desagradables… Si Cole viviese en el casco antiguo de Valencia y su madre prefiriese comprar en el Mercado Central, el pobre chico lo pasaría bastante mal, teniendo que apartar la mirada continuamente ante la visión de los ahorcados, los descuartizados o los ajusticiados por garrote… Y como hemos ido viendo en las últimas dos semanas, habría otros puntos de la ciudad, como la Plaza de la Virgen o el Paseo de la Pechina, en que el muchacho tampoco estaría muy a gusto, que digamos.

El caso de Cole enlaza en cierto modo con el de Francisco Jerónimo Simó, sacerdote de la Parroquia de San Andrés, que a principios del S.XVII hacía todas las semanas la llamada “Volta dels Condemnats”, recorriendo el mismo camino que los condenados a muerte, desde las Torres de Serranos hasta la Plaza del Mercado pasando por Calle Serranos, Calle Caballeros, Plaza del Tossal y Calle Bolsería, y entrando en una especie de trance místico. Simó llegó a alarmar a las autoridades porque tenía gran cantidad de seguidores, y una multitud le acompañaba siempre en estos itinerarios para ser testigo de las alucinaciones y visiones del más allá que le iban asaltando a lo largo del camino.




Pero centrémonos hoy en los dos últimos siglos de Historia de la ciudad… Son varios los personajes célebres ajusticiados en el Mercado a principios del S.XIX, como por ejemplo el guerrillero saguntino José Romeu y Parras, ahorcado en 1812 por haberse alzado contra los franceses; o como el General Elío, protagonista de la represión absolutista y de la restauración de Fernando VII en el trono, y ejecutado por garrote vil en 1822, después de la Revolución Liberal. Sin embargo, la historia más interesante es la de Cayetano Ripoll, maestro de Russafa y última víctima de la Inquisición. En el año 1823, tras la entrada en España de los Cien Mil Hijos de San Luis y la restauración de Fernando VII, se crearon las Juntas de Fe, continuadoras directas de la labor de la Inquisición, aunque con distinto nombre para evitar las bien justificadas quejas de los que creían que era una institución anticuada y carente de sentido en el mundo moderno.

En Russafa y en la zona de La Punta cumplía su labor docente un maestro originario de Solsona que en la Guerra de la Independencia había sido hecho prisionero y llevado a Francia, convirtiéndose allí en deísta. Creía por tanto que Dios está presente en todo aquello que nos rodea, incluyendo naturaleza, plantas, animales y personas; y que no es necesaria la Iglesia como intérprete de la Verdad, que todos podemos encontrarla en nuestro interior. A su regreso de Francia Cayetano continuó con su tarea, impartiendo unas clases nada afines a la religión católica de aquellos años, por lo que acabó siendo denunciado a la Junta de Fe de Valencia por sus propios vecinos. Se le acusó entre otras cosas de no llevar a sus alumnos a misa, de no arrodillarse ni quitarse el sombrero al pasar las procesiones y de comer carne en Viernes Santo.




Ripoll fue apresado en 1824, y los dos años que duró el proceso los pasó en la cárcel de San Narciso, cerca del Puente de la Trinidad. Se le dio varias veces la oportunidad de arrepentirse, pero en todo momento se mantuvo íntegro y fiel a sus creencias; a muchos de los testigos de la época les asombraba su serenidad y su gran sentido común, frente a lo absurdo de las acusaciones vertidas sobre él. Finalmente fue condenado como hereje, aunque se decidió colgarlo en vez de llevarlo a la hoguera, considerada un castigo demasiado bárbaro y atrasado para la época. También se decidió que su cadáver no quedaría expuesto varios días, como se hacía antiguamente. Fue ahorcado en la Plaza del Mercado el lunes 31 de julio de 1826, y para que el fuego purificador estuviese presente, al menos de manera simbólica, se colocó justo debajo un tonel con llamas pintadas en el que su cadáver fue metido después, para ser finalmente enterrado en la parte exterior del Cementerio General.

La noticia de la ejecución generó un gran revuelo internacional, y seguramente debido a esto Ripoll fue el último condenado a muerte por la Inquisición, que quedó totalmente abolida el 15 de julio de 1834. Dos años antes, el 30 de julio de 1832, Fernando VII suprimió también las ejecuciones por horca, y se pasó a utilizar sólo el garrote vil. La figura de Cayetano Ripoll se ha convertido en Valencia en un símbolo de la lucha contra la intransigencia y la superstición, y se han escrito tres o cuatro libros acerca de su caso, entre ellos Inquisitio, de Alfred Bosch, que yo mismo he leído y que os recomiendo. En 1980 se le dedicó la Plaza del Maestro Ripoll, cerca de la Avenida Blasco Ibáñez, plaza que después (¡ironías del destino!) ha sido parcialmente ocupada por una iglesia de nueva construcciónPero volvamos al S.XIX. Después de innumerables años en la Plaza del Mercado, el lugar para las ejecuciones se trasladó hacia 1850 al Palacio de Justicia, en la Glorieta. No estuvo allí mucho tiempo, porque había un colegio bastante cerca y se recibieron numerosas quejas, así que lo trasladaron de nuevo hasta el Llano del Real, en la zona de los Viveros, por entonces fuera de la ciudad.




La última ejecución pública en España se llevó a cabo en Murcia en 1896, viajando hasta allí Pascual Ten Molina, el verdugo de Valencia, que vivía en la Calle Angosta de la Compañía, en una casa cuya puerta tapiada aún podéis visitar hoy en día. La condenada era Josefa Gómez, una hermosa mujer apodada La Perla Murciana, acusada de envenenar a su marido y a la criada con estricnina, en colaboración con su amante. Pascual, tal vez por la fuerte oposición de los murcianos de a pie a que se ejecutara la sentencia, o tal vez por la gran belleza de la acusada, solicitó su indulto a Madrid. El indulto nunca llegó y Pascual tuvo que pasar a Josefa por el garrote. Más tarde fue cesado en su cargo por haber pedido clemencia, lo que se consideró una actitud impropia en un verdugo… Pocos años después se cambió la legislación para que las ejecuciones se realizaran en privado dentro de las cárceles, y no en las plazas públicas.

La pena de muerte fue cancelada en 1932, con la Segunda República, pero Franco la recuperó después de la Guerra Civil. Hasta bien entrado el S.XX continúa la tarea de los verdugos, que normalmente eran gente con hambre que cogía el puesto para dar de comer a los suyos, o que lo había heredado directamente de su padre, casi sin tener elección. Estos ejecutores no hacían más que cumplir las sentencias que otros firmaban cómodamente desde un despacho; eran los que se manchaban las manos de sangre, y además eran víctimas de la superstición y el rechazo de casi todos, igual que había venido ocurriendo durante siglos. Cuando se trasladaban a otra ciudad para efectuar una ejecución les costaba encontrar pensión para pasar la noche, o incluso que los atendiesen en un bar, por miedo a que los vasos de los que hubieran bebido trajesen mal fario a todo aquel que los utilizase después… Vamos, que no era un oficio muy agradecido, o como dirían los Faith No More: “Es un trabajo sucio pero alguien tiene que hacerlo”.




En cuanto a la última ejecución de una mujer en España, fue la de Pilar Prades, conocida como la envenenadora de Valencia. A base de ponerle en las comidas matahormigas con arsénico, asesinó a la señora de la casa en que servía, la mujer de un charcutero de la Calle Sagunto, para intentar ocupar su lugar en el negocio, pero fue despedida por el marido. Poco después su amiga Aurelia le consiguió trabajo en la casa de Manuel Berenguer, un médico militar de Russafa, donde ella misma trabajaba de cocinera. Pilar acabó intentando envenenar también a Aurelia, que le había robado una posible conquista, así como a María del Carmen, la mujer del médico, pero fue descubierta y denunciada a tiempo por éste. Las dos mujeres sobrevivieron pero les quedaron secuelas de por vida… Por aquella época mi madre, que tendría unos cinco o seis años, iba por las tardes a la misma academia de ballet que Gloria, la hija de los Berenguer. A ella la llevaba mi abuela y a Gloria la llevaba (antes de que se destapara el escándalo, claro) Pilar, y la academia estaba en una primera planta a la que se accedía desde el Pasaje Rex, con lo que muchas veces coincidían todas en el ascensor, de modo que en alguna que otra ocasión mi abuela entabló conversación con la envenenadora, seguramente hablando del tiempo que hacía, o del que haría al día siguiente.

Tras las investigaciones e interrogatorio, Pilar fue declarada culpable de asesinato y condenada a garrote vil, siendo ejecutada el 19 de mayo de 1959. El verdugo Antonio López Sierra (que también se encargaría en 1974, en Barcelona, del anarquista Salvador Puig Antich, último ejecutado a garrote de España) llegó de Madrid, y al saber que se trataba de una mujer se negó a matarla. La ejecución, prevista en la Cárcel de Mujeres de Valencia para primera hora de la mañana, se retrasó más de dos horas, y a López Sierra lo emborracharon con coñac (o se emborrachó él solo, porque parece ser que iba casi siempre contentillo a trabajar) y tuvieron que llevarlo casi a rastras a cumplir su cometido. Uno de los letrados testigos de aquel episodio surrealista se lo relató a Luis García Berlanga, que junto con Rafael Azcona escribiría más tarde el guion de la fabulosa película El Verdugo.




Franco siguió firmando ejecuciones casi hasta el momento de su muerte: las últimas penas capitales en España, los fusilamientos de dos miembros de ETA y tres del FRAP, son del 27 de septiembre de 1975. En 1978 la pena de muerte fue abolida salvo en caso de tribunales militares en situación de guerra, y finalmente el 27 de noviembre de 1995 quedó completamente eliminada de la legislación… hace veinte añitos escasos, prácticamente nada. Como hemos ido viendo a lo largo de toda esta entrega, las cosas han evolucionado poco a poco a mejor, y el sentido común ha acabado imperando en lo que respecta al castigo de los delitos. Aunque en España ya no hay pena de muerte ni tortura, lamentablemente en otros muchos países se siguen produciendo ejecuciones, abusos y procedimientos injustos contra los que hay que luchar, independientemente de que estén o no amparados por la legislación de dichos países… Si una ley no es realmente justa hay que cambiarla.

Actualmente ya no se ejecuta a nadie aquí, pero ¿cómo influye este pasado de violencia en nuestro presente? ¿Debemos preocuparnos por los fantasmas de los condenados que nos rodean cuando paseamos por Valencia? Yo creo que no. No somos como Cole, el niño de El Sexto Sentido, y no nos va a salir ningún espectro atormentado de detrás de una esquina. Los episodios cruentos del pasado de nuestra ciudad debemos recordarlos no con miedo, pero sí con respeto, para ser conscientes de lo mucho que hemos avanzado como sociedad y para intentar que cosas así no se vuelvan a repetir nunca más. Y también debemos tener presente que, cuando echamos la vista atrás, los recuerdos lúgubres se mezclan siempre con otros más agradables, que tampoco hay que olvidar… Lo que me lleva a retomar el enigma pendiente de resolver desde hace dos semanas: ¿Cuál es el origen de las muescas en la Puerta de la Almoina? En principio podrían deberse al hacha del verdugo, ya que la Plaza de la Virgen, donde se decapitaba a los nobles condenados, está a pocos metros de allí, pero no tiene mucho sentido que el Morro de Vaques no utilizase su propia piedra de afilar…




Además de preguntar al responsable de patrimonio de la Catedral, otra de las cosas que hice al documentarme para esta entrada fue asistir a una de las visitas guiadas de Tornatemps, la titulada “Crimen y Castigo”, conducida por el licenciado en Historia Manuel del Álamo. Al consultarle sobre el tema, Manolo me comentó que otra de las teorías que le habían llegado acerca de las muescas era que antiguamente las mujeres embarazadas daban nueve vueltas al exterior de la Catedral (una por cada mes, para tener un parto sin complicaciones), marcando cada una de ellas en la piedra junto a la Puerta de la Almoina. Ahora el ritual se sigue haciendo por el interior (o sea, que la procesión va por dentro), rezándose una oración al final de cada vuelta ante la Virgen del Buen Parto… Tal vez Jaime Sancho Andreu no habla mucho de esta teoría acerca de las marcas porque no quiere que las embarazadas le desgasten el edificio más de lo que está. Efectivamente, la primera vez que pasé por la puerta después de la visita de Tornatemps me paré a contar las muescas, y aunque es difícil asegurarlo con exactitud (una de ellas está un poco bifurcada y otra está casi en la esquina de la piedra), sí podría decirse que hay nueve… Sería irónico (pero hermoso) que, después de tanto investigar sobre ejecuciones, la verdadera explicación del misterio de las muescas no tuviera que ver con la Muerte y la violencia sino, al contrario, con el feliz alumbramiento de nuevas Vidas en nuestra querida ciudad.



lunes, 6 de julio de 2015

Muescas (II)


Antes de seguir hablando de ejecuciones en la ciudad de Valencia a lo largo de su historia, dejadme aclarar que no todo iba a ser matar gente; por supuesto, había otros muchos tipos de penas para los delincuentes además de la capital: talión, infamia, destierro, pecuniaria (es decir, monetaria), privación de oficio, vergüenza pública, azotes, mutilación, galeras… En los casos poco graves las penas que se imponían eran básicamente castigos corporales, y el más habitual de todos eran los azotes al reo mientras se le llevaba por calles y plazas, encima de un asno o corriendo delante del verdugo, o en otras ocasiones simplemente atado a un poste. Por ejemplo, en la actual Plaza del Doctor Collado había una picota en la que el almotacén propinaba los azotes a los comerciantes deshonestos que, desobedeciendo los consejos de las inscripciones de la Lonja, habían hecho trampas en el mercado. Dependiendo del tipo de delito, los reos podían recibir entre cien y trescientos azotes. A veces ni siquiera era necesario recurrir a los castigos corporales; por ejemplo, a los culpables de adulterio bastaba con hacerlos correr por las principales plazas de la ciudad, desnudos y expuestos a la vergüenza pública.




Y sigamos con cosas un poco más serias. La semana pasada ya mencionamos por encima las distintas formas de ajusticiar a los reos. La decapitación, dentro de lo malo, era casi un trato de favor reservado sobre todo a los nobles, una muerte rápida e indolora si se hacía bien, y normalmente había un ataúd bien cerca para meter lo antes posible las dos partes del cuerpo y darles cristiana sepultura. Era costumbre que los aristócratas ajusticiados mantuviesen la compostura dentro de lo posible, e incluso que diesen un pequeño discurso de despedida antes de proceder a la decapitación. El segundo método por orden de eficiencia era el garrote vil; aunque originariamente se trataba de un garrotazo de verdad en la cabeza, con el paso de los años evolucionó a algo supuestamente más civilizado, aunque no creo que se le pueda llamar así… Al reo, atado a una silla, se le inmovilizaba la cabeza y se le atornillaba una gruesa vara de metal, partiéndole la médula a la altura de la nuca. Si el verdugo tenía experiencia era algo bastante rápido, pero si lo hacía alguien con poca pericia o con escasa fuerza corporal podía convertirse en una lenta agonía de veinte o treinta minutos entre estertores.

La horca tal y como se usaba hace cuatro, cinco o seis siglos era sin trampilla y no tenía mucha distancia de caída, con lo que la muerte era por asfixia y por tanto más lenta y dolorosa; éste fue con diferencia el método más utilizado en nuestra ciudad en los primeros siglos desde la Reconquista. Y por último estaba la hoguera, una de las peores maneras de morir… Otro de los posibles procedimientos era el de quemar en efigie, y consistía en quemar un muñeco, cuando el condenado estaba desaparecido, huido o ya muerto. En ocasiones, cuando se condenaba a alguien ya fallecido, se podían desenterrar sus restos o sus huesos para quemarlos; era una manera de someter a su alma a un castigo, aunque ya no quedase vida dentro de su cuerpo.




Aunque en otros países el oficio de verdugo era respetado e incluso les aplaudían al acabar su trabajo, en la Corona de Aragón y más tarde en España era algo muy mal visto. El verdugo, también conocido como Botxí o Morro de Vaques, era funcionario del municipio, que le proporcionaba una vivienda. Solía ser un forastero con pocas vinculaciones familiares en la ciudad, vivía con cierto aislamiento y en su vida diaria se le obligaba a llevar siempre puestos unos guantes de cuero y a usar una vara para señalar aquellos objetos que no le estaba permitido tocar, por ejemplo al hacer la compra en el mercado. Además de ejecutar las sentencias, se encargaba de otras tareas como alquilar el asno para trasladar al condenado, montar el patíbulo, conseguir leña para la hoguera, trasladar y montar los instrumentos de tortura…

Aparte de cobrar una cantidad fija, el verdugo tenía tarifas dependiendo de la tarea a realizar. En un documento de 1388 se especifican estas tarifas para el Morro de Vaques de la ciudad de Valencia: por descuartizar, 33 sueldos; por repartir los miembros por los caminos, 11 sueldos; por quemar en la hoguera, 22 sueldos; por quemar en efigie, 11 sueldos; por ahorcar, 11 sueldos; por llevar al ahorcado al Carraixet (al Cementerio de los Ajusticiados), 11 sueldos; por descolgar al ahorcado, 11 sueldos; por azotar y por la bestia de carga, 6 sueldos y 3 dineros; por cortar las orejas, 11 sueldos; por cortar una mano, 5 sueldos y 6 dineros; y por cada tormento aplicado, 5 sueldos y 6 dineros.




Hagamos ahora un recorrido por la historia de la ciudad para enumerar algunas ejecuciones célebres… Podemos empezar hablando de la Guerra de la Unión, un enfrentamiento entre el pueblo de Valencia y Pere IV el Cerimoniós, en los años 1347 y 1348. El Rey llevaba a cabo frecuentes campañas militares que requerían la recaudación de muchos impuestos; esto, unido al carácter autoritario de la política monárquica y a una crisis agraria agravada aún más en 1347, cuando comenzó a extenderse por todo el territorio la Peste Negra, fue lo que originó la revuelta. El movimiento fue iniciado por la ciudad de Valencia, que poco a poco fue convenciendo a las demás poblaciones del Reino a sumarse. En diciembre de 1347 estalló una guerra abierta, y los frecuentes consejos se convocaban mediante el repique de la llamada Campana de la Unión, que se había colocado a tal efecto en la Casa de la Ciudad.

Los primeros éxitos en las batallas fueron para la Unión, y poco después el propio monarca caía prisionero en manos de los unionistas. Durante el tiempo que duró su cautiverio en Valencia, entre abril y mayo, el Rey fue víctima de los más variados abusos por parte de sus súbditos rebeldes; por ejemplo, Joan Sala, el líder de la revuelta, le obligó a bailar delante del pueblo para ponerlo en ridículo. Sin embargo, la llegada de la Peste Negra a las murallas de Valencia hizo que los unionistas, temerosos de que ésta acabara con la vida del Rey, lo liberasen, habiendo negociado previamente una serie de condiciones… condiciones que el Ceremonioso incumplió, por supuesto. El 10 de diciembre de 1348 el Rey entraba triunfante en la ciudad, sofocando la revuelta. La represión del movimiento unionista no se hizo esperar: los ajusticiamientos de veintidós de sus principales dirigentes se realizaron en ocasiones de forma sumamente cruel. A Joan Sala, por ejemplo, se le condenó a beber el bronce fundido de la Campana de la Unión.




Precisamente en la esquina de la calle de la Unión con la calle Navellos, en la Plaza de San Lorenzo, estaba la sede de la Inquisición, aunque no se llevaban a cabo ejecuciones en la plaza (al menos que a mí me conste). Fue derribada hace ya mucho Tiempo, y el edificio construido actualmente en su lugar pertenece a la familia Trénor. En Valencia la Inquisición comenzó a actuar durante las últimas décadas del S.XV, llegando el primer inquisidor, el dominico Joan Epila, a la ciudad en agosto de 1484. Esta orden se jactaba de no derramar sangre, de no matar personalmente, aunque el porcentaje de penas capitales en sus juicios era bastante alto. Los jueces eclesiásticos entregaban a sus condenados a muerte a la justicia ordinaria para que ésta ejecutara la pena, y así no se ensuciaban las manos. La cárcel de la Inquisición, o cárcel de San Narciso, estaba bastante cerca de San Lorenzo, en la Plaza de la Penitencia, detrás de las actuales Corts.

Aparte de sobre judíos, moriscos y erasmistas, el rigor de los inquisidores recayó principalmente sobre herejes y homosexuales, que según los Fueros tenían reservada la pena de muerte en la hoguera. En particular los homosexuales (o sodomitas, como se les llamaba) fueron perseguidos con saña, y muchos de ellos huyeron de Valencia ya en 1452, tras la quema de cinco de sus compañeros. A veces era el mismo populacho el que reclamaba estos “pecadores” a las autoridades para poder ajusticiarlos por su cuenta y riesgo, o incluso se los arrebataba de las manos a la fuerza, como sucedió en 1519 tras otro funesto período de peste… El pueblo se convertía así en algo más que un mero espectador pasivo a la hora de administrar “justicia”.




Una de las fuentes de información más interesantes acerca de la vida en nuestra ciudad en su época de mayor esplendor es el Dietari del Capellà d’Alfons el Magnànim, heterogéneo conjunto de textos dividido en cuatro partes. La compilación de estos textos, así como la autoría de gran parte de ellos, se atribuye a Melchor Miralles, que fue sacristán en Valencia en la segunda mitad del S.XV. Gracias a esta crónica sabemos que el 28 de julio de 1460, un día soleado y caluroso, se produjo un ajusticiamiento bastante peculiar. Se ahorcaba al hijo de un notario de Mallorca cuyo nombre al nacer había sido Miquel Borràs. Sin embargo, era un hombre que se sentía mujer, se comportaba como tal y vestía como tal, llamándose a sí misma Margarida. Tras el tormento inquisitorial de rigor, en el que delató a algunos de sus compañeros, fue ahorcada llevando una camisa de hombre, bien corta y sin ropa interior debajo, para que mostrara sus vergüenzas y se viera de forma clara que, fisiológicamente al menos, era un hombre. Lo más probable es que Melchor Miralles asistiera a la ejecución y tomara nota detallada de la misma, llegando así hasta nuestros días el nombre de Margarida, que en los últimos años ha recibido algunos homenajes por parte del Colectivo LGTB de Valencia. En su día, sin embargo, tras la tortura y la humillación en la Plaza del Mercado, su cuerpo sin vida fue abandonado tristemente en una fosa común.




En 1599 se derribó el cadalso de mampostería del mercado, ya que con motivo de los festejos celebrados por la boda de Felipe III y la Archiduquesa de Austria se colocó en este lugar un arco triunfal. Después se construyó un nuevo patíbulo, que es el que se aprecia en el mapa de la ciudad confeccionado en 1608 por Antonio Mancelli, y que se demolió de nuevo en 1622 para el fastuoso recibimiento del Rey Felipe IV. A partir de esta fecha la horca se alzaba únicamente cuando se ajusticiaba a alguien, y por eso en el mapa del padre Tomás Vicente Tosca, de 1704, ya no aparece el patíbulo en la Plaza del Mercado.

La próxima semana, en la última entrega de esta entrada, mencionaremos a algún otro condenado célebre, pero antes de acabar por hoy quería centrarme en el número de ajusticiados en la ciudad y su evolución con el paso del Tiempo… He encontrado datos bastante detallados para el S.XVII según los cuales en la primera mitad del siglo había unas quince ejecuciones anuales en promedio, sobre todo en la horca y por delitos de bandolerismo o asesinato, bajando a unas cinco ejecuciones anuales en la segunda mitad. En el S.XVIII parece ser que hubo en total cincuenta y una penas capitales, casi todas por horca o garrote. No he podido conseguir datos para siglos anteriores al XVII, pero es casi seguro que había más de quince condenas a muerte anuales; por ejemplo, sólo entre 1522 y 1538 se le atribuyen a la Virreina Germana de Foix hasta ochocientas ejecuciones en su estrategia de represión del movimiento agermanado, aunque esta cifra no está confirmada. Como es lógico, a medida que pasan los años se va imponiendo el sentido común y las penas capitales contabilizadas disminuyen poco a poco, el número de muescas en estas macabras estadísticas se va haciendo cada vez menor… Y hablando de muescas: la semana que viene llegaremos a finales del S.XX, momento en que se abolió la pena de muerte en España, y os propondré una nueva y sorprendente teoría que podría dar explicación a las muescas de la Puerta de la Almoina.