Para que estas
entradas tengan un poco más de contenido, incluyo siempre enlaces en los
títulos de las imágenes: en el caso de Roma llevaban a la explicación de la
historia de los correspondientes lugares, y en el de París, a fragmentos de
películas relacionados con ellos. En esta ocasión, los enlaces son a canciones de
artistas o grupos británicos relacionadas
(algunas de forma muy clara, otras de manera más difusa) con lo retratado. Pues
nada, espero que disfrutéis de las canciones y de las fotos (tomadas algunas en
días soleados, otras en días nublados).
Hace ya bastante tiempo
hablamos de Cole, el niño de El Sexto Sentido,
que tenía la capacidad de ver a los muertos que no estaban en paz, y de cómo le gustaba ir de compras al centro comercial en las afueras de la ciudad para no tener encuentros
desagradables… Si Cole viviese en el casco antiguo de Valencia y su madre
prefiriese comprar en el Mercado Central, el pobre chico lo pasaría bastante
mal, teniendo que apartar la mirada continuamente ante la visión de los
ahorcados, los descuartizados o los ajusticiados por garrote… Y como hemos ido
viendo en las últimas dos semanas, habría otros puntos de la ciudad, como la
Plaza de la Virgen o el Paseo de la Pechina, en que el muchacho tampoco estaría
muy a gusto, que digamos.
El caso de
Cole enlaza en cierto modo con el de Francisco Jerónimo Simó,
sacerdote de la Parroquia de San Andrés, que a principios del S.XVII hacía todas
las semanas la llamada “Volta dels Condemnats”, recorriendo el mismo camino que
los condenados a muerte, desde las Torres de Serranos hasta la Plaza del
Mercado pasando por Calle Serranos, Calle Caballeros, Plaza del Tossal y Calle
Bolsería, y entrando en una especie de trance místico. Simó llegó a alarmar a
las autoridades porque tenía gran cantidad de seguidores, y una multitud le
acompañaba siempre en estos itinerarios para ser testigo de las alucinaciones y
visiones del más allá que le iban asaltando a lo largo del camino.

Pero centrémonos hoy en los dos últimos siglos de Historia de la ciudad… Son
varios los personajes célebres ajusticiados en el Mercado a principios del
S.XIX, como por ejemplo el guerrillero saguntino José Romeu
y Parras, ahorcado en 1812 por haberse alzado
contra los franceses; o como el General Elío,
protagonista de la represión absolutista y de la restauración de Fernando VII
en el trono, y ejecutado por garrote
vil en 1822, después de la Revolución Liberal. Sin embargo, la
historia más interesante es la de Cayetano Ripoll, maestro de Russafa y última víctima de la
Inquisición. En el año 1823, tras la entrada en
España de los Cien Mil Hijos de San Luis
y la restauración de Fernando VII, se crearon las Juntas de Fe, continuadoras
directas de la labor de la Inquisición, aunque con distinto nombre para evitar
las bien justificadas quejas de los que creían que era una institución anticuada
y carente de sentido en el mundo moderno.
En Russafa y en la zona de La Punta cumplía su
labor docente un maestro originario de Solsona que en la Guerra de la
Independencia había sido hecho prisionero y llevado a Francia, convirtiéndose
allí en deísta. Creía por tanto que Dios está presente en todo aquello que nos
rodea, incluyendo naturaleza, plantas, animales y personas; y que no es necesaria
la Iglesia como intérprete de la Verdad, que todos podemos encontrarla en
nuestro interior. A su regreso de Francia Cayetano continuó con su tarea,
impartiendo unas clases nada afines a la religión católica de aquellos años,
por lo que acabó siendo denunciado a la Junta de Fe de Valencia por sus propios
vecinos. Se le acusó entre otras cosas de no llevar a sus alumnos a misa, de no
arrodillarse ni quitarse el sombrero al pasar las procesiones y de comer
carne en Viernes Santo.

Ripoll
fue apresado en 1824, y los dos años que duró el proceso los pasó en la cárcel
de San Narciso, cerca del Puente de la Trinidad. Se le dio varias veces la
oportunidad de arrepentirse, pero en todo momento se mantuvo íntegro y fiel a sus creencias;
a muchos de los testigos de la época les asombraba su serenidad y su gran
sentido común, frente a lo absurdo de las acusaciones vertidas sobre él. Finalmente
fue condenado como hereje, aunque se decidió colgarlo en vez de llevarlo a la
hoguera, considerada un castigo demasiado bárbaro y atrasado para la época.
También se decidió que su cadáver no quedaría expuesto varios días, como se
hacía antiguamente. Fue ahorcado en la Plaza del Mercado el lunes 31 de julio de 1826, y para que el fuego purificador
estuviese presente, al menos de manera simbólica, se colocó justo debajo un
tonel con llamas pintadas en el que su cadáver fue metido después, para ser finalmente
enterrado en la parte exterior del Cementerio General.
La
noticia de la ejecución generó un gran revuelo internacional, y seguramente debido
a esto Ripoll fue el último condenado a muerte por la Inquisición, que quedó
totalmente abolida el 15 de julio de
1834. Dos años antes, el 30 de julio de 1832, Fernando VII suprimió también las
ejecuciones por horca, y se pasó a utilizar sólo el garrote vil. La figura de
Cayetano Ripoll se ha convertido en Valencia en un símbolo de la lucha contra
la intransigencia y la superstición, y se han escrito tres o cuatro libros acerca
de su caso, entre ellos Inquisitio,
de Alfred Bosch, que yo mismo he leído y que os recomiendo. En 1980 se le dedicó
la Plaza del Maestro Ripoll, cerca de la Avenida Blasco Ibáñez, plaza que
después (¡ironías del destino!) ha sido parcialmente ocupada por una iglesia de nueva construcción…
Pero volvamos al S.XIX. Después de innumerables años en la Plaza del Mercado, el lugar para las ejecuciones se trasladó hacia
1850 al Palacio de Justicia, en la Glorieta. No estuvo allí mucho tiempo,
porque había un colegio bastante cerca y se recibieron numerosas quejas, así
que lo trasladaron de nuevo hasta el Llano del Real, en la zona de los Viveros,
por entonces fuera de la ciudad.

La última
ejecución pública en España se llevó a cabo en Murcia en 1896, viajando hasta
allí Pascual Ten Molina, el verdugo de Valencia, que vivía en la Calle Angosta
de la Compañía, en una casa cuya puerta tapiada aún podéis visitar hoy en día.
La condenada era Josefa Gómez, una hermosa mujer apodada La Perla Murciana,
acusada de envenenar a su marido y a la criada con estricnina, en colaboración
con su amante. Pascual, tal vez por la fuerte oposición de los murcianos de a
pie a que se ejecutara la sentencia, o tal vez por la gran belleza de la acusada,
solicitó su indulto a Madrid. El indulto nunca llegó y Pascual tuvo que pasar a
Josefa por el garrote. Más tarde fue cesado en su cargo por haber pedido
clemencia, lo que se consideró una actitud impropia en un verdugo… Pocos años
después se cambió la legislación para que las ejecuciones se realizaran en
privado dentro de las cárceles, y no en las plazas públicas.
La pena de
muerte fue cancelada en 1932, con la Segunda República, pero Franco la recuperó
después de la Guerra Civil. Hasta bien entrado el S.XX continúa la tarea de los verdugos, que normalmente eran gente
con hambre que cogía el puesto para dar de comer a los suyos, o que lo había
heredado directamente de su padre, casi sin tener elección. Estos ejecutores no
hacían más que cumplir las sentencias que otros firmaban cómodamente desde un
despacho; eran los que se manchaban las manos de sangre, y además eran víctimas
de la superstición y el rechazo de casi todos, igual que había venido
ocurriendo durante siglos. Cuando se trasladaban a otra ciudad para efectuar
una ejecución les costaba encontrar pensión para pasar la noche, o incluso que
los atendiesen en un bar, por miedo a que los vasos de los que hubieran bebido
trajesen mal fario a todo aquel que los utilizase después… Vamos, que no era un oficio muy agradecido,
o como dirían los Faith No More: “Es un trabajo sucio pero alguien tiene que hacerlo”.

En cuanto a la
última ejecución de una mujer en España, fue la de Pilar Prades, conocida como
la envenenadora de Valencia.
A base de ponerle en las comidas matahormigas con arsénico, asesinó a la señora
de la casa en que servía, la mujer de un charcutero de la Calle Sagunto, para
intentar ocupar su lugar en el negocio, pero fue despedida por el marido. Poco
después su amiga Aurelia le consiguió trabajo en la casa de Manuel Berenguer,
un médico militar de Russafa, donde ella misma trabajaba de cocinera. Pilar
acabó intentando envenenar también a Aurelia, que le había robado una posible
conquista, así como a María del Carmen, la mujer del médico, pero fue descubierta
y denunciada a tiempo por éste. Las dos mujeres sobrevivieron pero les quedaron
secuelas de por vida… Por aquella época mi madre, que tendría unos cinco o seis
años, iba por las tardes a la misma academia de ballet que Gloria, la hija de
los Berenguer. A ella la llevaba mi abuela y a Gloria la llevaba (antes de que
se destapara el escándalo, claro) Pilar, y la academia estaba en una primera
planta a la que se accedía desde el Pasaje Rex, con lo que muchas veces
coincidían todas en el ascensor,
de modo que en alguna que otra ocasión mi abuela entabló conversación con la
envenenadora, seguramente hablando del tiempo que hacía, o del que haría al día
siguiente.
Tras las
investigaciones e interrogatorio, Pilar fue declarada culpable de asesinato y condenada
a garrote vil, siendo ejecutada el 19 de mayo de 1959.
El verdugo Antonio López Sierra (que también se encargaría en 1974, en
Barcelona, del anarquista Salvador Puig Antich,
último ejecutado a garrote de España) llegó de Madrid, y al saber que se
trataba de una mujer se negó a matarla. La ejecución, prevista en la Cárcel de
Mujeres de Valencia para primera hora de la mañana, se retrasó más de dos horas,
y a López Sierra lo emborracharon con coñac (o se emborrachó él solo, porque
parece ser que iba casi siempre contentillo a trabajar) y tuvieron que llevarlo
casi a rastras a cumplir su cometido. Uno de los letrados testigos de aquel
episodio surrealista se lo relató a Luis García Berlanga, que junto con Rafael
Azcona escribiría más tarde el guion de la fabulosa película El Verdugo.

Franco siguió
firmando ejecuciones casi hasta el momento de su muerte: las últimas penas capitales
en España, los fusilamientos de dos miembros de ETA y tres del FRAP, son del 27
de septiembre de 1975. En 1978 la pena de muerte fue
abolida salvo en caso de tribunales militares en situación de guerra, y finalmente
el 27 de noviembre de 1995 quedó completamente eliminada de la
legislación… hace veinte añitos escasos,
prácticamente nada. Como hemos ido viendo a lo largo de toda esta entrega, las
cosas han evolucionado poco a poco a mejor, y el sentido común ha acabado
imperando en lo que respecta al castigo de los delitos. Aunque en España ya no
hay pena de muerte ni tortura, lamentablemente en otros muchos países
se siguen produciendo ejecuciones, abusos y procedimientos injustos contra los que hay que luchar,
independientemente de que estén o no amparados por la legislación de dichos
países… Si una ley no es realmente justa hay que cambiarla.
Actualmente ya
no se ejecuta a nadie aquí, pero ¿cómo influye este pasado de violencia en nuestro presente? ¿Debemos
preocuparnos por los fantasmas de los condenados que nos rodean cuando paseamos por Valencia? Yo creo que no. No
somos como Cole, el niño de El Sexto Sentido, y
no nos va a salir ningún espectro atormentado de detrás de una esquina. Los episodios cruentos del pasado de nuestra ciudad debemos recordarlos no con miedo, pero
sí con respeto, para ser conscientes de lo mucho que hemos avanzado como
sociedad y para intentar que cosas así no se vuelvan a repetir nunca más. Y también
debemos tener presente que, cuando echamos la vista atrás, los recuerdos
lúgubres se mezclan siempre con otros más agradables, que tampoco hay que
olvidar… Lo que me lleva a retomar el enigma pendiente de resolver desde hace
dos semanas: ¿Cuál es el origen de las muescas en la Puerta de la Almoina? En
principio podrían deberse al hacha del verdugo, ya que la Plaza de la Virgen,
donde se decapitaba a los nobles condenados, está a pocos metros de allí, pero
no tiene mucho sentido que el Morro de Vaques no utilizase su propia piedra de
afilar…

Además de
preguntar al responsable de patrimonio de la Catedral, otra de las cosas que
hice al documentarme para esta
entrada fue asistir a una de las visitas guiadas de Tornatemps,
la titulada “Crimen y Castigo”, conducida por el licenciado en Historia Manuel del Álamo.
Al consultarle sobre el tema, Manolo me comentó que
otra de las teorías que le habían llegado acerca de las muescas era que antiguamente
las mujeres embarazadas daban nueve vueltas al exterior de la Catedral (una por
cada mes, para tener un parto sin complicaciones), marcando cada una de ellas en la piedra junto
a la Puerta de la Almoina. Ahora el ritual se sigue haciendo por el interior (o
sea, que la procesión va por dentro),
rezándose una oración al final de cada vuelta ante la Virgen del Buen Parto… Tal
vez Jaime Sancho Andreu no habla mucho de esta teoría acerca de las marcas porque
no quiere que las embarazadas le desgasten el edificio más de lo que está.
Efectivamente, la primera vez que pasé por la puerta después de la visita de
Tornatemps me paré a contar las muescas, y aunque es difícil asegurarlo con
exactitud (una de ellas está un poco bifurcada y otra está casi en la esquina
de la piedra), sí podría decirse que hay nueve… Sería irónico (pero hermoso) que, después de
tanto investigar sobre ejecuciones, la verdadera explicación del misterio de
las muescas no tuviera que ver con la Muerte y la violencia sino, al contrario,
con el feliz alumbramiento de nuevas Vidas en nuestra querida ciudad.

Antes de seguir hablando de
ejecuciones en la ciudad de Valencia a lo largo de su historia, dejadme aclarar
que no todo iba a ser matar gente; por supuesto, había otros muchos tipos de penas para los delincuentes además
de la capital: talión, infamia, destierro, pecuniaria (es decir, monetaria),
privación de oficio, vergüenza pública, azotes, mutilación, galeras… En los casos poco graves las
penas que se imponían eran básicamente castigos corporales, y el más habitual
de todos eran los azotes al reo mientras se le llevaba por calles y plazas,
encima de un asno o corriendo delante del verdugo, o en otras ocasiones simplemente
atado a un poste. Por ejemplo, en la actual Plaza del
Doctor Collado había una picota en la que el almotacén propinaba los azotes a
los comerciantes deshonestos que, desobedeciendo los consejos de las inscripciones de la Lonja,
habían hecho trampas en el mercado. Dependiendo del tipo de delito, los reos podían recibir entre cien y
trescientos azotes. A veces ni siquiera era necesario recurrir a los castigos
corporales; por ejemplo, a los culpables de adulterio bastaba con hacerlos
correr por las principales plazas de la ciudad, desnudos y expuestos a la
vergüenza pública.

Y sigamos con cosas un poco más
serias. La semana pasada ya mencionamos por encima las distintas formas de
ajusticiar a los reos. La decapitación, dentro de lo
malo, era casi un trato de favor reservado sobre todo a los nobles, una muerte
rápida e indolora si se hacía bien, y normalmente había un ataúd bien cerca
para meter lo antes posible las dos partes del cuerpo y darles cristiana sepultura.
Era costumbre que los aristócratas ajusticiados mantuviesen la compostura
dentro de lo posible, e incluso que diesen un pequeño discurso de despedida
antes de proceder a la decapitación. El segundo método por orden de eficiencia
era el garrote vil;
aunque originariamente se trataba de un garrotazo de verdad en la cabeza, con
el paso de los años evolucionó a algo supuestamente más civilizado, aunque no
creo que se le pueda llamar así… Al reo, atado a una silla, se le inmovilizaba
la cabeza y se le atornillaba una gruesa vara de metal, partiéndole la médula a
la altura de la nuca. Si el verdugo tenía experiencia era algo bastante rápido,
pero si lo hacía alguien con poca pericia o con escasa fuerza corporal podía
convertirse en una lenta agonía de veinte o treinta minutos entre estertores.
La horca tal y como se usaba hace cuatro,
cinco o seis siglos era sin trampilla y no tenía mucha distancia de caída, con lo que la muerte era por
asfixia y por tanto más lenta y dolorosa; éste fue con diferencia el método más
utilizado en nuestra ciudad en los primeros siglos desde la Reconquista. Y por
último estaba la hoguera, una de las peores maneras de morir… Otro de los posibles
procedimientos era el de quemar en efigie, y consistía en quemar un muñeco,
cuando el condenado estaba desaparecido, huido o ya muerto. En ocasiones,
cuando se condenaba a alguien ya fallecido, se podían desenterrar sus restos o
sus huesos para quemarlos; era una manera de someter a su alma a un castigo,
aunque ya no quedase vida dentro de su cuerpo.

Aunque en otros países el oficio de verdugo
era respetado e incluso les aplaudían al acabar su trabajo, en la Corona de
Aragón y más tarde en España era algo muy mal visto. El verdugo, también
conocido como Botxí o Morro de Vaques, era
funcionario del municipio, que le proporcionaba una vivienda. Solía ser un
forastero con pocas vinculaciones familiares en la ciudad, vivía con cierto
aislamiento y en su vida diaria se le obligaba a llevar siempre puestos unos
guantes de cuero y a usar una vara para señalar aquellos objetos que no le
estaba permitido tocar, por ejemplo al hacer la compra en el mercado. Además de ejecutar las sentencias,
se encargaba de otras tareas como alquilar el asno para trasladar al condenado,
montar el patíbulo, conseguir leña para la hoguera, trasladar y montar los
instrumentos de tortura…
Aparte de cobrar una cantidad fija, el verdugo tenía
tarifas dependiendo de la tarea a realizar. En un documento de 1388 se
especifican estas tarifas para el Morro de Vaques de la ciudad de Valencia: por descuartizar, 33 sueldos; por repartir los
miembros por los caminos, 11 sueldos; por quemar en la hoguera, 22 sueldos; por
quemar en efigie, 11 sueldos; por ahorcar, 11 sueldos; por llevar al ahorcado
al Carraixet (al Cementerio de los Ajusticiados), 11 sueldos; por descolgar al
ahorcado, 11 sueldos; por azotar y por la bestia de carga, 6 sueldos y 3 dineros; por cortar las orejas, 11 sueldos; por cortar una mano, 5 sueldos y 6
dineros; y por cada tormento aplicado, 5 sueldos y 6 dineros.

Hagamos ahora
un recorrido por la historia de la ciudad para enumerar algunas ejecuciones
célebres… Podemos empezar hablando de la Guerra de la Unión, un enfrentamiento entre el
pueblo de Valencia y Pere IV el Cerimoniós, en los años 1347 y 1348. El Rey
llevaba a cabo frecuentes campañas militares que requerían la recaudación de
muchos impuestos; esto, unido al carácter autoritario de la política monárquica
y a una crisis agraria agravada aún más en 1347, cuando comenzó a extenderse
por todo el territorio la Peste Negra,
fue lo que originó la revuelta. El movimiento fue iniciado por la ciudad de
Valencia, que poco a poco fue convenciendo a las demás poblaciones del Reino a
sumarse. En diciembre de 1347 estalló una guerra abierta, y los frecuentes
consejos se convocaban mediante el repique de la llamada Campana de la Unión, que
se había colocado a tal efecto en la Casa de la Ciudad.
Los primeros éxitos en las batallas fueron para la
Unión, y poco después el propio monarca caía prisionero en manos de los
unionistas. Durante el tiempo que duró su cautiverio en Valencia, entre abril y
mayo, el Rey fue víctima de los más variados abusos por parte de sus súbditos
rebeldes; por ejemplo, Joan Sala, el líder
de la revuelta, le obligó a bailar delante del pueblo para ponerlo en ridículo. Sin embargo, la llegada de la
Peste Negra a las murallas de Valencia hizo que los unionistas, temerosos de
que ésta acabara con la vida del Rey, lo liberasen, habiendo negociado
previamente una serie de condiciones… condiciones que el Ceremonioso incumplió,
por supuesto. El 10 de diciembre de 1348 el Rey entraba triunfante en la ciudad,
sofocando la revuelta. La represión del movimiento unionista no se hizo
esperar: los ajusticiamientos de veintidós de sus principales dirigentes se
realizaron en ocasiones de forma sumamente cruel. A Joan Sala, por ejemplo, se
le condenó a beber el bronce fundido de la Campana de la Unión.

Precisamente en la esquina de la calle de la Unión con la calle Navellos, en
la Plaza de San Lorenzo, estaba la sede de la Inquisición,
aunque no se llevaban a cabo ejecuciones en la plaza (al menos que a mí me
conste). Fue derribada hace ya mucho Tiempo, y el edificio construido actualmente
en su lugar pertenece a la familia Trénor. En Valencia la Inquisición comenzó a actuar durante
las últimas décadas del S.XV, llegando el primer inquisidor, el dominico Joan
Epila, a la ciudad en agosto de 1484. Esta orden se jactaba de no derramar sangre, de no matar personalmente,
aunque el porcentaje de penas capitales en sus juicios era bastante alto. Los
jueces eclesiásticos entregaban a sus condenados a muerte a la justicia
ordinaria para que ésta ejecutara la pena, y así no se ensuciaban las manos. La
cárcel de la Inquisición, o cárcel de San Narciso, estaba bastante cerca de San
Lorenzo, en la Plaza de la Penitencia, detrás de las actuales Corts.
Aparte de sobre judíos, moriscos
y erasmistas, el rigor de los inquisidores recayó principalmente sobre herejes
y homosexuales, que según los Fueros
tenían reservada la pena de muerte en la hoguera. En particular los
homosexuales (o sodomitas, como se les llamaba) fueron perseguidos con saña, y
muchos de ellos huyeron de Valencia ya en 1452, tras la quema de cinco de sus
compañeros. A veces era el mismo populacho el que reclamaba estos “pecadores” a
las autoridades para poder ajusticiarlos por su cuenta y riesgo, o incluso se
los arrebataba de las manos a la fuerza, como sucedió en 1519 tras otro funesto
período de peste… El pueblo se convertía así en algo más que un mero espectador
pasivo a la hora de administrar “justicia”.

Una de las fuentes de información más interesantes acerca de la vida en
nuestra ciudad en su época de mayor esplendor es el Dietari del Capellà d’Alfons el Magnànim,
heterogéneo conjunto de textos dividido en cuatro partes. La compilación de estos
textos, así como la autoría de gran parte de ellos, se atribuye a Melchor
Miralles, que fue sacristán en Valencia en la segunda mitad del S.XV. Gracias a
esta crónica sabemos que el 28 de julio de 1460, un día soleado y caluroso, se
produjo un ajusticiamiento bastante peculiar. Se ahorcaba al hijo de un notario
de Mallorca cuyo nombre al nacer había sido Miquel Borràs. Sin embargo, era un hombre que se sentía mujer, se comportaba como tal y vestía
como tal, llamándose a sí misma Margarida.
Tras el tormento inquisitorial de rigor, en el que delató a algunos de sus compañeros,
fue ahorcada llevando una camisa de hombre, bien corta y sin ropa interior
debajo, para que mostrara sus vergüenzas y se viera de forma clara que,
fisiológicamente al menos, era un hombre. Lo más probable es que Melchor Miralles asistiera a la
ejecución y tomara nota detallada de la misma, llegando así hasta nuestros días
el nombre de Margarida, que en los últimos años ha recibido algunos homenajes
por parte del Colectivo LGTB de Valencia. En su día, sin embargo, tras la
tortura y la humillación en la Plaza del Mercado, su cuerpo sin vida fue
abandonado tristemente en una fosa común.

En 1599 se
derribó el cadalso de mampostería del mercado, ya que con motivo de los festejos
celebrados por la boda de Felipe III y la Archiduquesa de Austria se colocó en
este lugar un arco triunfal. Después se construyó un nuevo patíbulo, que es el
que se aprecia en el mapa de la ciudad confeccionado en 1608
por Antonio Mancelli, y que se demolió de nuevo en 1622 para el fastuoso
recibimiento del Rey Felipe IV. A partir de esta fecha la horca se alzaba
únicamente cuando se ajusticiaba a alguien, y por eso en el mapa del padre
Tomás Vicente Tosca, de 1704, ya no aparece el patíbulo en la Plaza del
Mercado.
La próxima
semana, en la última entrega de esta entrada, mencionaremos a algún otro condenado
célebre, pero antes de acabar por hoy quería centrarme en el número de ajusticiados
en la ciudad y su evolución con el paso del Tiempo… He encontrado datos bastante detallados para el S.XVII
según los cuales en la primera mitad del siglo había unas quince ejecuciones
anuales en promedio, sobre todo en la horca y por delitos de bandolerismo o
asesinato, bajando a unas cinco ejecuciones anuales en la segunda mitad. En el S.XVIII
parece ser que hubo en total cincuenta y una penas capitales, casi todas por horca
o garrote. No he podido conseguir datos para siglos anteriores al XVII, pero es
casi seguro que había más de quince condenas a muerte anuales; por ejemplo, sólo
entre 1522 y 1538 se le atribuyen a la Virreina Germana de Foix
hasta ochocientas ejecuciones en su estrategia de represión del movimiento
agermanado, aunque esta cifra no está confirmada. Como es lógico, a medida que
pasan los años se va imponiendo el sentido común y las penas capitales contabilizadas
disminuyen poco a poco, el número de muescas
en estas macabras estadísticas se va haciendo cada vez menor… Y hablando de
muescas: la semana que viene llegaremos a finales del S.XX, momento en que se
abolió la pena de muerte en España, y os propondré una nueva y sorprendente
teoría que podría dar explicación a las muescas de la Puerta de la Almoina.
