martes, 4 de febrero de 2020

Claroscuro


Enlazando con el tema de la entrada anterior, hoy hablaré de nuevo de la extraña Belleza de las casas en ruinas, pero con un enfoque completamente distinto… Hace un par de semanas fui con unos amigos a ver una película que me encantó, 1917 de Sam Mendes. Los filmes de este director siempre tienen garantía de calidad, desde su ópera prima American Beauty, pasando por Camino a la Perdición hasta llegar a Skyfall, mi entrega favorita de James Bond junto a Casino Royale; pero en mi opinión con esta última película se ha superado a sí mismo.

La acción comienza el día 6 de abril de 1917, durante la Gran Guerra, en algún lugar del frente francés, cuando los soldados británicos Blake y Schofield son escogidos para una peligrosa misión. Los alemanes aparentemente han abandonado sus trincheras y se han retirado unos kilómetros, con lo que el ejército inglés tiene el plan de avanzar y ganar terreno, pero un reconocimiento aéreo ha descubierto el día anterior a la operación que se trata de una trampa, así que los destacamentos que atacarán por la mañana han de ser avisados para abortar la misión; el problema radica en que hay que acceder a ellos a pie, ya que el enemigo ha cortado las líneas telefónicas. Los dos soldados tendrán tan solo ocho horas para atravesar la tierra de nadie, adentrarse en terreno enemigo y llegar a su destino a tiempo para poder salvar a mil seiscientos hombres, entre los que se encuentra el hermano mayor de Blake.


Póster de la película 1917 de Sam Mendes


Desde muy temprano en la gestación del filme Mendes, director y coguionista, decidió que la acción se mostraría aparentemente en un solo plano-secuencia, formado en realidad por múltiples tomas de entre cinco y diez minutos unidas imperceptiblemente con la ayuda de efectos digitales. Este truco ya lo había utilizado hace décadas Alfred Hitchcock en La Soga, o más recientemente Alejandro González Iñárritu en Birdman, pero en este caso el formato de una sola toma resulta mucho más efectivo para mantener la tensión, haciendo que te sumerjas en la historia como si estuvieras junto a los protagonistas, corriendo sus mismos riesgos en tiempo real.

Para poderse rodar con éxito las distintas escenas tuvieron que ser coreografiadas meticulosamente y ensayadas hasta la extenuación, y los decorados (reales al 99%, con solo unos pocos retoques digitales) se construyeron con la longitud exacta que requerían los diálogos y la planificación. A pesar de mostrar con toda crudeza la tragedia y el sinsentido de la guerra, la película nos regala a menudo imágenes bellísimas de gran carga poética, gracias a la gran labor del director de fotografía Roger Deakins, que ya había trabajado en otros filmes de Mendes y también de los hermanos Coen o Denis Villeneuve; de veras os recomiendo que la veais en pantalla grande, ahora que todavía está en cartelera… De todos modos, las proezas del equipo técnico o lo bonito de las imágenes no son en este caso un truco de prestidigitación para distraer la atención de una historia floja, sino que todas las partes suman para conseguir una verdadera obra de arte en todos los sentidos.


Sam Mendes hablando con Roger Deakins en el set de rodaje de 1917


Mi propósito para la presente entrada (como introducción a la de la semana que viene, sobre bandas sonoras y de carácter ya más general) era centrarme en una parte de la película en la que la música de Thomas Newman, colaborador frecuente de Mendes y autor por ejemplo de las bandas sonoras de WALL-E, Cadena Perpetua o La Milla Verde, se combina a la perfección con la fotografía de Deakins para crear un momento casi insuperable desde el punto de vista estético. Es el pasaje inmediatamente posterior a la única elipsis narrativa de la peli, en el que Schofield, tras haber recibido un golpe en la cabeza en el interior de una casa abandonada, se despierta muy mareado y descubre que ya es de noche y que han transcurrido varias horas desde que perdió el conocimiento, con lo que la breve ventana de oportunidad de la que disponían para cumplir su misión se ha hecho todavía más pequeña… Aturdido, se acerca a una ventana (esta de las de verdad, de las que tienen marco y cristales) y contempla cómo las ruinas de los edificios de enfrente, algunos de ellos en llamas, quedan iluminadas por brillantes bengalas de magnesio que al subir y bajar hacen que las sombras proyectadas adquieran vida propia en una escena que parece sacada de un sueño; sueño que para Schofield se convierte instantes después en pesadilla, ya que debe apresurarse y salir del pueblo, esquivando los disparos de los enemigos, si quiere avisar a sus compañeros antes de que partan a una muerte segura.


Escena de 1917 con el soldado Schofield corriendo de noche entre ruinas bajo las bengalas


La pieza musical que acompaña este hipnótico momento, de la que os pongo el enlace al final de la entrada para que podáis escucharla, se llama The Night Window (se podría traducir como La Ventana Nocturna) y dura algo menos de cuatro minutos. A continuación intentaré describir las sensaciones que tuve al ver la escena en combinación con la música, aunque resulta difícil traducir en palabras la mezcla de emociones primarias que experimenté. Hay unos primeros compases más calmados, como de canción de cuna, mientras Schofield despierta y se acerca a la ventana. Después se produce poco a poco un crescendo de la sección de cuerda y empiezan a sonar unos arpegios ascendentes y descendentes que nos recuerdan a la trayectoria de las bengalas, o al vaivén de las sombras entre las ruinas, cual olas embravecidas en un mar de piedra y polvo.

Llega entonces la parte más intensa de la pieza, con una orquestación majestuosa que incluye a la sección de viento y que nada tiene que envidiar a los grandes compositores románticos del siglo XIX… Recordemos que la extraña Belleza de la danza de luces y sombras contrasta con la decadencia de las ruinas, el esqueleto de un pueblo destrozado por la guerra. También hay un conflicto entre el asombro de Schofield ante los fuegos artificiales, su necesidad de recuperar la alegría de la niñez aunque sea tan solo por un instante, y por otra parte el terror por el retraso sufrido y la posibilidad de fracasar en su misión, con las fronteras entre estas emociones muy borrosas a causa del cansancio y el golpe en la cabeza… Posiblemente en esos dos o tres minutos después de despertar el soldado ni siquiera sabe si sigue dormido o no; tal vez incluso esté ya muerto y haya descendido a los infiernos.


Thomas Newman dirigiendo la orquesta para la banda sonora de 1917


Esta sensación de confusión y contradicción y el carácter surrealista y onírico de la escena son perfectamente amplificados por la secuencia de acordes escogida por Newman… Estos acordes son ya de por sí ambiguos si los consideramos individualmente, pero es que además su progresión se ve interrumpida una y otra vez, dando siempre marcha atrás hasta un acorde aumentado, trágico y hermoso, moviéndose después a otro acorde menor con la misma base y regresando, sin dejar resolver la melodía, al mismo acorde aumentado, celestial pero inquietante, poderoso e ineludible, como si representase a la mismísima Muerte de la que no se puede escapar.

En la sala en versión original de los cines Yelmo estábamos muy bien situados, centrados y a la distancia justa de la pantalla para sentirnos inmersos en la acción, y además la calidad de imagen y sonido era perfecta, así que a los pocos segundos de llegar la música a su clímax la sobrecarga sensorial y emocional hizo efecto y me descubrí a mí mismo con los ojos como platos y la boca entreabierta, casi al borde de las lágrimas… Fue una experiencia realmente catártica. Os recomiendo que no abráis el vídeo con lás imágenes de este fragmento a no ser que hayáis visto ya 1917, para que así el impacto en la sala de cine no pierda nada de su fuerza original… A lo largo de la película hay otros momentos que muestran también este contraste entre poesía y tragedia, pero la escena nocturna de las bengalas es sin duda mi favorita; resulta increíble cómo algo aparentemente tan sencillo como una secuencia de unos pocos acordes puede evocar tan bien el claroscuro entre la Belleza del Mundo y el Horror del Tiempo que se nos escurre entre los dedos.


Fotograma de 1917 con Schofield mirando al lugar donde su amigo fue atacado por un soldado alemán

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