Enlazando con el tema de la entrada anterior, hoy hablaré de nuevo de la
extraña Belleza de las casas en ruinas, pero con un enfoque completamente distinto…
Hace un par de semanas fui con unos amigos a ver una película que me encantó, 1917 de Sam Mendes.
Los filmes de este director siempre tienen garantía de calidad, desde su ópera
prima American Beauty,
pasando por Camino a la Perdición hasta llegar a Skyfall,
mi entrega favorita de James Bond junto a Casino Royale; pero en mi opinión con
esta última película se ha superado a sí mismo.
La acción comienza el día 6 de abril de 1917, durante la Gran Guerra, en
algún lugar del frente francés, cuando los soldados británicos Blake y Schofield
son escogidos para una peligrosa misión. Los alemanes aparentemente han
abandonado sus trincheras y se han retirado unos kilómetros, con lo que el
ejército inglés tiene el plan de avanzar y ganar terreno, pero un
reconocimiento aéreo ha descubierto el día anterior a la operación que se trata
de una trampa, así que los destacamentos que atacarán por la mañana han de ser
avisados para abortar la misión; el problema radica en que hay que acceder a
ellos a pie, ya que el enemigo ha cortado las líneas telefónicas. Los dos
soldados tendrán tan solo ocho horas para atravesar la tierra de nadie,
adentrarse en terreno enemigo y llegar a su destino a tiempo para poder salvar a mil seiscientos hombres, entre
los que se encuentra el hermano mayor de Blake.
Desde muy temprano en la gestación del filme Mendes, director y
coguionista, decidió que la acción se mostraría aparentemente en un solo plano-secuencia, formado en
realidad por múltiples tomas de entre cinco y diez minutos unidas imperceptiblemente
con la ayuda de efectos digitales. Este truco ya lo había utilizado hace
décadas Alfred Hitchcock en La Soga, o más recientemente Alejandro González
Iñárritu en Birdman, pero en este caso el formato de una sola toma resulta
mucho más efectivo para mantener la tensión, haciendo que te sumerjas en la
historia como si estuvieras junto a los protagonistas, corriendo sus mismos
riesgos en tiempo real.
Para poderse rodar con éxito las distintas escenas tuvieron que ser
coreografiadas meticulosamente y ensayadas hasta la extenuación, y los decorados (reales al 99%, con
solo unos pocos retoques digitales) se construyeron con la longitud exacta que
requerían los diálogos y la planificación. A pesar de mostrar con toda crudeza la
tragedia y el sinsentido de la guerra, la película nos regala a menudo imágenes
bellísimas de gran carga poética, gracias a la gran labor del director de
fotografía Roger Deakins, que ya
había trabajado en otros filmes de Mendes y también de los hermanos Coen o Denis Villeneuve; de veras os
recomiendo que la veais en pantalla grande, ahora que todavía está en
cartelera… De todos modos, las proezas del equipo técnico o lo bonito de las
imágenes no son en este caso un truco de prestidigitación para distraer la
atención de una historia floja, sino que todas las partes suman para conseguir
una verdadera obra de arte en todos los sentidos.
Mi propósito para la presente entrada (como introducción a la de la semana
que viene, sobre bandas sonoras y de carácter ya más general) era centrarme en una parte de la película
en la que la música de Thomas Newman,
colaborador frecuente de Mendes y autor por ejemplo de las bandas sonoras de WALL-E,
Cadena Perpetua o La Milla Verde, se combina a la perfección con la fotografía
de Deakins para crear un momento casi insuperable desde el punto de vista
estético. Es el pasaje inmediatamente posterior a la única elipsis narrativa
de la peli, en el que Schofield, tras haber recibido un golpe en la cabeza en el
interior de una casa abandonada, se despierta muy mareado y descubre que ya es
de noche y que han transcurrido varias horas desde que perdió el conocimiento,
con lo que la breve ventana de oportunidad de la que disponían para cumplir su
misión se ha hecho todavía más pequeña… Aturdido, se acerca a una ventana (esta
de las de verdad, de las que tienen marco y cristales) y contempla cómo las
ruinas de los edificios de enfrente, algunos de ellos en llamas, quedan
iluminadas por brillantes bengalas de magnesio
que al subir y bajar hacen que las sombras proyectadas adquieran vida propia en
una escena que parece sacada de un sueño; sueño que para Schofield se convierte
instantes después en pesadilla, ya que debe apresurarse y salir del pueblo,
esquivando los disparos de los enemigos, si quiere avisar a sus compañeros
antes de que partan a una muerte segura.
La pieza musical que acompaña este hipnótico momento, de la que os pongo el
enlace al final de la entrada para que podáis escucharla, se llama The Night
Window (se podría traducir como La Ventana Nocturna) y dura algo menos de
cuatro minutos. A continuación intentaré describir las sensaciones que tuve al
ver la escena en combinación con la música, aunque resulta difícil traducir en
palabras la mezcla de emociones primarias que experimenté. Hay unos primeros
compases más calmados, como de canción de cuna, mientras Schofield despierta y
se acerca a la ventana. Después se produce poco a poco un crescendo de la
sección de cuerda y empiezan a sonar unos arpegios ascendentes y descendentes
que nos recuerdan a la trayectoria de las bengalas, o al vaivén de las sombras entre las ruinas, cual olas
embravecidas en un mar de piedra y polvo.
Llega entonces la parte más intensa de la pieza, con una orquestación
majestuosa que incluye a la sección de viento y que nada tiene que envidiar a los grandes compositores románticos
del siglo XIX… Recordemos que la extraña Belleza de la danza de luces y sombras
contrasta con la decadencia de las ruinas, el esqueleto de un pueblo destrozado
por la guerra. También hay un conflicto entre el asombro de Schofield ante los
fuegos artificiales, su necesidad de recuperar la alegría de la niñez aunque
sea tan solo por un instante, y por otra parte el terror por el retraso sufrido
y la posibilidad de fracasar en su misión, con las fronteras entre estas emociones
muy borrosas a causa del cansancio y el golpe en la cabeza… Posiblemente en
esos dos o tres minutos después de despertar el soldado ni siquiera sabe si
sigue dormido o no; tal vez incluso esté ya muerto y haya descendido a los
infiernos.
Esta sensación de confusión y contradicción y el carácter surrealista y
onírico de la escena son perfectamente amplificados por la secuencia de acordes escogida por Newman… Estos acordes
son ya de por sí ambiguos si los consideramos individualmente, pero es que
además su progresión se ve interrumpida una y otra vez, dando siempre marcha
atrás hasta un acorde aumentado, trágico y hermoso, moviéndose después a otro
acorde menor con la misma base y regresando, sin dejar resolver la melodía, al mismo
acorde aumentado, celestial pero inquietante, poderoso e ineludible, como si
representase a la mismísima Muerte de la que no se puede escapar.
En la sala en versión original de los cines Yelmo estábamos muy bien
situados, centrados y a la distancia justa de la pantalla para sentirnos
inmersos en la acción, y además la calidad de imagen y sonido era perfecta, así
que a los pocos segundos de llegar la música a su clímax la sobrecarga
sensorial y emocional hizo efecto y me descubrí a mí mismo con los ojos como
platos y la boca entreabierta, casi al borde de las lágrimas…
Fue una experiencia realmente catártica. Os recomiendo que no abráis el vídeo con lás imágenes de este fragmento
a no ser que hayáis visto ya 1917, para que así el impacto en la sala de cine
no pierda nada de su fuerza original… A lo largo de la película hay otros momentos que muestran
también este contraste entre poesía y tragedia, pero la escena nocturna de las
bengalas es sin duda mi favorita; resulta increíble cómo algo aparentemente tan
sencillo como una secuencia de unos pocos acordes puede evocar tan bien el
claroscuro entre la Belleza del Mundo y el Horror del Tiempo
que se nos escurre entre los dedos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario