Y hablando de agujeros negros… Recordaréis que estoy pendiente de mudarme,
después de que el edificio de mis abuelos, donde he estado alquilado unos años,
haya sido vendido para dedicarlo a apartamentos para turistas
(Las próximas semanas estaré muy atareado con esto y puede que no tenga acceso
a Internet durante unos días, así que aprovecho para pediros disculpas si alguna
entrada es más corta de lo normal o si fallo en una entrega). A finales del mes
pasado se realizó una bonita acción reivindicativa en la que se colgaron
pancartas y un crespón negro de la fachada, y diversos poetas y poetisas de la
zona salieron a los balcones a recitar sus versos, a modo de despedida.
En lo que llevamos de obras he tenido que aguantar el ruido de los taladros
y los martillos, que me cierren la llave del agua sin avisar, que se pierda dos
veces la señal de la antena de televisión, que se me abolle el tendedero
metálico por la caída de cascotes desde el piso de arriba e incluso que me
hayan hecho en una de mis paredes un agujero del tamaño de un puño (respecto a
esto último hay que reconocer que los obreros se disculparon en seguida y me lo
taparon con masilla al día siguiente). Aunque los pocos vecinos que iban
quedando se han pasado una o dos veces a recoger los últimos trastos, en la
práctica se puede decir que desde principios de junio estoy solo en el edificio
(bueno, eso al menos por la noche; durante el día me hacen compañía los de la obra).
El pasado sábado 3 lucía un sol radiante (a pesar de las predicciones
meteorológicas) y los obreros dejaron por descuido algunos pisos abiertos al
terminar su trabajo, así que aproveché a media tarde para asomarme brevemente
sin tocar nada. La mayoría estaban ya vacíos de muebles y con algunos tabiques
echados abajo, pero la puerta 5 todavía permanecía como la había dejado una de
mis vecinas, con muchos objetos que no habían pasado la criba de la mudanza (o
quizás que no había querido llevarse para evitar el dolor de los recuerdos).
Tanto en este caso como en los otros la sensación al contemplar los pisos era
una mezcla de emoción e inquietud. Por un extraño efecto acústico que no
alcanzo a explicarme, o tal vez por estar yo un poco paranoico, cualquier
pequeño ruido de la calle o de los edificios colindantes parecía proceder del
hueco de la escalera, lo que me hacía asomarme con ciudado a la barandilla para
confirmar que no era alguno de los obreros que se había olvidado algo y volvía
a por ello.
Insisto en que era miedo a que los obreros me llamaran la atención, no a
cualquier tipo de presencia sobrenatural… Yo nunca he sido una persona
especialmente miedosa, ni de esos que ponen tres pestillos en la puerta antes
de irse a dormir por la noche, así que no tengo problema con ser el último
vecino de la escalera, pero en la tarde-noche del domingo 4 de junio la
tormenta sobre la ciudad de Valencia me puso a prueba. Ya en la madrugada,
mientras dormía, un chaparrón repentino había terminado de deshacer la pancarta
de mi balcón, que había caído a la calle hecha jirones de papel mojado (por
supuesto la llevé a reciclar, menudo soy yo…). Al caer la tarde del domingo el
cielo estaba encapotado, y el sol, ya próximo a esconderse tras los edificios
cercanos, se asomaba por entre las nubes grises. Hacía bastante viento y llovía, y los relámpagos eran cada vez más frecuentes y
estaban cada vez más cerca. Los obreros habían cortado por uno de los extremos
los cables metálicos del tendedero del piso de arriba, y estos colgaban mecidos
por el viento y chocando con los míos, produciendo un extraño ruido reverberante
como venido de otro mundo.
Al no tener ventanas muchos de los pisos, a medida que la tormenta crecía
se escuchaban cada vez más portazos en la escalera por el fuerte viento, así
que (para poder dormir en silencio después) salí y empecé a cerrar las puertas abiertas
una por una, empezando desde abajo. Las plantas inferiores estaban iluminadas
por la luz artificial del portal de entrada, y desde la salida a la azotea
asomaba la luz pálida y mortecina que las nubes dejaban pasar desde fuera, pero
entre una y otra luz la escalera estaba en su mayor parte oscura como la boca
del lobo, iluminada solo a ratos cuando alguna de las puertas se abría para
juntarse otra vez de golpe con un enorme estruendo, lo cual, he de reconocerlo,
daba un poco de respeto. Además, a medida que iba cerrando bien las puertas me
iba quedando sin luz…
Llegué al final de la escalera. La uralita de la azotea, mal
asegurada a las vigas metálicas, se traqueteaba también con las ráfagas fuertes
de viento haciendo un ruido tremendo, y unos plásticos grandes que había
colocados en unos andamios se movían agitados por el aire, contribuyendo a
crear una atmósfera de novela de terror. Seguía cayendo algún rayo de vez en
cuando. En lo alto del hueco de la escalera los obreros habían instalado una
pequeña grúa a motor eléctrico con un gancho que subía y bajaba, y me dio por
pensar que era el momento perfecto para que el típico psicópata de película
entrara de sopetón desde el terrado y me colgara del gancho (una muerte por todo lo alto). Pero no entró nadie. Me aseguré de que la
puerta de la azotea estaba bien falcada y que no podía dar portazos… pero aun
así se seguían oyendo de vez en cuando, desde abajo. Menudo acojone. ¿Qué se me
había pasado por alto?
Al final descubrí que la puerta de mi vecina de la 5 no tenía pestillo, que
los obreros, por la razón que fuera, habían tenido que descerrajarla, por lo
que al subir hacia arriba me había parecido que estaba bien cerrada cuando en
realidad no lo estaba. Entré en el piso y dejé la puerta abierta de par en par,
colocando una bombona de butano vacía que había en el recibidor para que no se
cerrase. Cada vez estaba más oscuro, ya era prácticamente de noche; solo
entonces me di cuenta de que los obreros se habían dejado encendida la luz del
recibidor. Al fondo del largo pasillo, más allá del comedor y del patio
interior de la manzana, vi muy pequeñas las siluetas de mis vecinos de
enfrente, la pareja bohemia de la que os hablé una vez,
que estaban preparándose para cenar en la mesa de su balcón cubierto, bajo la
guirnalda de farolillos: de nuevo dos puntos de luz separados por un abismo de
oscuridad. Pensé que si me ocurría algo en ese mismo instante, que si aparecía
alguna amenaza desconocida de entre las sombras de la escalera (¡Qué tontería,
si ahí no hay nadie…!) mis vecinos no serían capaces de verme, ni tal vez de
oír bien mis gritos entre el viento y los truenos, y aunque lo hicieran no
podrían ayudarme a tiempo.
Era consciente de que si apagaba la bombilla del recibidor me quedaría
totalmente a oscuras; los farolillos, la única
fuente de luz restante, pequeña y tenue, como una distante constelación en un
firmamento negro. Solo tenía que bajar un piso hasta mi puerta, pero esa distancia se me iba
a hacer bastante larga en la oscuridad… Estuve unos segundos debatiéndome entre el
miedo que empezaba a aflorar en mi interior y mi deber, como ciudadano
ecológicamente responsable, de apagar la luz y evitar todo gasto superfluo de
energía… Pero me pudo la responsabilidad, y tengo que decir orgulloso que al
final logré hacerme el ánimo de pulsar el interruptor y bajé los tres tramos de
escalones hasta mi casa con una tranquilidad y una entereza que incluso me
sorprendieron a mí mismo.
Fue una experiencia interesante, la de aquel domingo… Los obreros ya no se
olvidan de cerrar todas las puertas cuando se van, y han repuesto el pestillo
que faltaba en la 5. No me queda mucho tiempo aquí, pero he de confesar que en
un par de ocasiones he tenido el pálpito de que la noche de la tormenta no sería
el último mal trago que me haría pasar este antiguo edificio vacío… ¿Debería
tocar madera? Más adelante, cuando tenga la tranquilidad necesaria para
redactarlas con cuidado, dedicaré un par de entradas a hablar, bajo una
perspectiva más amplia, del Miedo y de por qué a veces dejamos que nos domine, muchas
de ellas sin motivo.
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