lunes, 11 de marzo de 2013

Hablar por Hablar

Estoy totalmente de acuerdo con ese antiguo proverbio que reza que “Si lo que vas a decir no es más bello que el Silencio, tal vez no deberías decirlo” (Y sí: si pensáis que esto os suena de una canción no tan antigua, estáis en lo cierto). He de confesaros que en el día a día, y a no ser que se toque un tema que me interese especialmente, yo suelo ser un hombre parco en palabras… Algunos estarán ahora llevándose las manos a la cabeza, teniendo en cuenta que esto lo acaba de decir el mismo cuya verborrea en estas entradas se alarga hasta el infinito y más allá, pero todo tiene su explicación.
Hace poco estuvimos hablando de cómo el poder de las palabras nos permite ordenar un poco el caos que nos rodea y tomar el control de nuestras propias vidas, y yo me paso a veces con el número de palabras en el blog porque intento contar aquí cosas realmente importantes, intento acercarme todo lo posible a la Verdad. Sin embargo, esto requiere un tiempo y un esfuerzo para encontrar las palabras apropiadas que muy poca gente está dispuesta a invertir en este mundo de prisas en el que vivimos. Muchos simplemente se dejan llevar por la mayoría, haciendo lo mismo y hablando de lo mismo que los que les rodean, sin plantearse si es lo correcto o no, creyendo que alguno de los otros sabrá lo que está haciendo cuando en realidad ninguno de ellos lo sabe. De este modo las palabras pasan de ser una forma de buscar la Verdad a convertirse en un continuo parloteo cuyo objetivo acaba siendo a veces acallar esa otra vocecita en el fondo de tu cabeza que intenta decirte que no estás yendo por el camino correcto (En relación con esto último, siempre me han encantado esos versos de la canción This is Yesterday, de los Manic Street Preachers, que dicen: “No escuches una palabra de lo que diga, sólo escucha aquello que no consigo callar”). Y peores aún que los que usan las palabras para engañarse a sí mismos son los que emplean la retórica para engañar a los demás, aunque de eso ya hablaremos otro día… Vivimos rodeados de palabras no meditadas, de palabras pronunciadas por pura imitación, o por prisa, o por mera rutina, o por miedo a equivocarnos (sin darnos cuenta de que a veces cometer una equivocación que sea genuinamente nuestra puede ser algo bueno). Todas estas palabras pasan a formar parte del inmenso ruido de fondo que nos aturde y nos impide, a nosotros mismos y a los que nos rodean, encontrar nuestro propio camino.
 
 
Gran cantidad de las conversaciones de la vida diaria suelen ser triviales, intrascendentes, vulgares, y cuanta más gente implicada, más idiotas suelen ser los temas de conversación. El miedo a no conectar con los demás hace a la gente ir a lo seguro y escoger temas muy genéricos de entre una reducida lista de trending topics, algunos de los cuales tienen, francamente, muy poca enjundia. Muchas veces me ha pasado que he llegado a sentir vergüenza ajena en reuniones multitudinarias por el bajo nivel intelectual de las conversaciones a mi alrededor, aunque me ocurre cada vez menos porque con el paso de los años he aprendido a seleccionar los ambientes en los que me muevo. Las charlas más interesantes las he tenido siempre en grupos de muy pocos individuos, gente con la que previamente sé que guardo una cierta afinidad… e incluso en estos casos cuesta bastante sacudirse las prisas del día a día, salir de los tópicos y encauzar la conversación por derroteros interesantes; hace falta un ambiente propicio y distendido y un poco de tiempo.
De todo esto habréis podido deducir que a la hora de conversar valoro más la calidad que la cantidad de las palabras. Hay personas muy calladas que al final pueden resultar más interesantes que los mejores oradores; ya lo decía el historiador Quintus Curtius Rufus hace dos mil años: “Los ríos más profundos son siempre los más silenciosos”. Y se dice que una señal de que te sientes realmente a gusto con un amigo o con tu pareja es que podéis pasaros un buen rato sin hacer nada en particular, juntos y en silencio, sin que la situación se haga incómoda… Que haya silencio no quiere decir necesariamente que no haya una conversación en marcha: yo hablo para mis adentros a menudo, tanto en casa como paseando por la calle, y a veces tengo discusiones realmente interesantes conmigo mismo (Puntualización importante: que la procesión vaya por dentro, por favor; ir andando solo por la acera poniendo caras y moviendo la boca denota algún tipo de inestabilidad mental, así que intentemos evitarlo en la medida de lo posible).
 
 
Me gusta el Silencio. Soy de esas personas que para leer o escribir necesitan tranquilidad, y que se distraen fácilmente si hay ruidos a su alrededor, por pequeños que sean. Como ya he comentado, alejarme del mundanal ruido de vez en cuando me ayuda a oír mis propias ideas, pero no sólo eso: quedarme un rato callado incluso en mi mente también me ayuda a veces a descubrir la Belleza que nos rodea por todas partes y que de otra manera podría pasarnos inadvertida. Por eso me traen tanta paz de espíritu por ejemplo esos paseos de los que ya os he hablado, los domingos por la mañana en el Casco Viejo; por eso me gusta visitar bibliotecas, museos, iglesias o incluso cementerios. Aunque me gusten, las bibliotecas las frecuento menos por falta de tiempo, pero sí soy un asiduo visitante de los museos de Valencia, en los que más de una vez he llegado a pedir por favor a otras personas que bajaran un poco la voz… me temo que ésta es una batalla perdida, teniendo en cuenta que últimamente hasta los vigilantes de los museos son cada vez más ruidosos. Otro lugar público en el que cada vez hay menos respeto en cuanto al silencio son las salas de cine, pero de eso hablamos otro día… Aunque no soy religioso, tengo que confesar que las iglesias son de los pocos lugares públicos silenciosos que quedan aún en la ciudad; y lo mismo se puede decir de los cementerios: del particular encanto de su silencio sepulcral hablaré con más calma en otra ocasión. Por ahora sólo haré una observación al respecto: por más que entendamos nuestra vida como una sucesión de palabras, algunas de ellas verdaderas, la mayoría superfluas y huecas, su sentido último es siempre llevarnos del útero materno al cementerio; por tanto toda esta palabrería, todo este ruido de fondo, empieza y acaba siempre, mal que nos pese, con Silencio.
Decía Shakespeare que es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras, pero por esta vez no voy a hacerle caso y me comprometo a desarrollar este tema un poco más la próxima semana, aunque desde un punto de vista completamente distinto. ¡Seguimos hablando!

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