En la primera parte de esta entrada nos adentrábamos en el mundo microscópico
y hablábamos de los microbios y de las enfermedades que nos pueden ocasionar
algunos de ellos, pero no todos los microorganismos son patógenos o suponen una
amenaza; a aquellos que son inofensivos o directamente beneficiosos para
nosotros no se les puede llamar gérmenes. De hecho, tenemos un montón de bacterias
amigas dentro de nuestro cuerpo; no son estrictamente parte de nosotros, como
nuestras células (es decir, no comparten nuestro ADN), pero sí son parte de “nuestro
equipo” y nos ayudan, entre otras cosas, a digerir los alimentos
o en los procesos del sistema inmunitario.
Hay diez veces más bacterias “ajenas” que células propias en nuestro cuerpo,
aunque es verdad que las células son más grandes en tamaño (De hecho, resulta
asombroso pensar que hay más microbios en la mano de una sola persona que
personas sobre la faz de la Tierra). Este conjunto de organismos sin los cuales
no podríamos sobrevivir, y entre los que se incluyen también en menor cantidad algunos
virus y protozoos, recibe el nombre de microbiota,
y creo recordar que supone en total alrededor de un kilo de nuestro peso,
aunque supongo que varía según la persona… El concepto de microbiota está
ligado por ejemplo al de “microflora intestinal”, que se usa a veces en algunos
anuncios de alimentación.
En relación con la comida, podemos citar aquí los alimentos fermentados que
contienen probióticos,
microbios beneficiosos para la salud: pueden ser lácteos como el yogur o
encurtidos como los pepinillos. Otros alimentos como el pan, el queso o el vinagre se elaboran con la ayuda
de levaduras, mohos, bacterias y otros microorganismos. Para que las bacterias
que nos comemos puedan cumplir su función deben llegar vivas, por ejemplo, al
intestino; en este caso algunas de las del yogur lo consiguen pero por ejemplo
las del queso no resisten el medio ácido del estómago y mueren por el camino,
siendo digeridas o expulsadas en las heces.
Es interesante saber que cuando estamos en el útero materno, que es un
medio estéril, todavía no tenemos ninguno de los microbios que necesitaremos
posteriormente; los primeros los adquirimos de nuestra madre al salir por el
canal natural del parto. Esta es la razón por la que a los niños nacidos por
cesárea les pueden faltar algunas bacterias importantes,
lo que los hace más proclives por ejemplo a tener determinadas alergias o asma
de mayores. Una vez en el mundo exterior, tras el nacimiento, sacamos provecho
del contacto con algunos otros microorganismos de nuestro entorno, con lo que la
excesiva limpieza en los primeros años puede hacer también que nuestra
colección de microbios amigos no sea todo lo variada que debería,
lo cual conlleva luego problemas de salud. En conclusión: no viene mal dejar a
los niños revolcarse un poco por el barro de vez en cuando, no nos pongamos
demasiado paranoicos con este tema.
Del mismo modo que no hay que quedarse corto de bacterias, tampoco hay que
pasarse, descuidando nuestros hábitos higiénicos. Por ejemplo, cepillarse habitualmente
los dientes y la lengua evita los problemas en la dentadura y también el mal
aliento producido por la acumulación de bacterias y otros seres en la placa dental. El mal olor de axilas no se
debe al sudor propiamente dicho, sino a los microorganismos de la piel que se
alimentan de sus sales minerales; son los productos del metabolismo microbiano
(los pedos de las bacterias, podríamos decir) los que hacen que huela mal…
Esto se soluciona simplemente limpiándose los sobacos con un poco de jabón en la ducha. Un
último ejemplo: la rojez de la piel en la zona de la barba, si la dejas descuidada
durante más días de lo habitual, puede deberse también a una infección
bacteriana.
Volviendo a los usos beneficiosos de los microorganismos, pero esta vez
fuera de nuestro cuerpo, hay bacterias selectivas en cuanto a su dieta que se
pueden criar a la carta y que se usan para limpieza y restauración
de cuadros y esculturas antiguas, comiéndose la roña y respetando lo demás… Hay
otros microbios que comen metano, ayudando a reducir las emisiones y el
calentamiento global, o que se usan para reducir los efectos de los vertidos de
petróleo en el océano. Otras aplicaciones beneficiosas
incluyen la síntesis de insulina, el uso como plaguicida y hasta la reparación
de grietas en hormigón en mal estado.
Vayamos ahora al pasado remoto: nuestros primeros antepasados fueron organismos
monocelulares, microbios que flotaban en las aguas de los océanos primigenios,
y la cosa siguió así durante miles de millones de años, casi hasta la Explosión
Cámbrica de hace 600 Ma. Hace poco se pensaba que la Vida en la Tierra tenía
una antigüedad de 3.500 Ma, pero hay evidencias recientes de que es aún más
antigua, con unos 4.000 Ma.
Teniendo en cuenta que la edad del planeta es de unos 4.500 Ma, se puede decir
que la Vida se dio bastante prisa en aparecer aquí.
Los microbios que habitan actualmente el planeta son bastante versátiles en
lo que respecta a la supervivencia en entornos extremos.
Determinadas especies pueden vivir junto a surtidores de aguas termales casi
hirviendo, o en los hielos permanentes de la Antártida, o dentro de una piedra.
Los científicos han llegado a reanimar bacterias que habían permanecido en
estado de animación suspendida durante 250 Ma, dentro de cristales de sal
enterrados bien profundo bajo tierra. Se dice que algunos microorganismos pueden
incluso resistir las condiciones extremas del espacio interplanetario,
barajándose la teoría de que la Vida pudo llegar a la Tierra hace 4.000 Ma en
forma de microbios, transportados por meteoritos desde alguna otra parte.
Mirando al futuro, es bastante probable que si encontramos Vida en Marte o
en las lunas de Júpiter (Europa) o Saturno (Encélado, Titán) esta sea microscópica;
por eso las misiones de exploración a estos lugares del Sistema Solar
suelen incluir al final de sus programas la destrucción total de la correspondiente
sonda o satélite, para no contaminarlos con microorganismos de la Tierra que
puedan suponer una amenaza para la supervivencia de la posible Vida autóctona.
Así la sonda Cassini, después de investigar Saturno y sus lunas durante más de
una década, se lanzará a mediados de septiembre hacia el gigante gaseoso hasta
desintegrarse totalmente por el rozamiento, una última fase de la misión a la
que se ha dado el nombre de Gran Final.
Está claro pues que los microorganismos han existido desde los albores del
Sistema Solar, pero ¿desde cuándo tenemos los humanos conocimiento de ellos? El
científico holandés Anton van Leeuwenhoek
fue el primero en observar microbios en el S.XVII gracias a un microscopio de
gran aumento, con lentes de alta calidad de factura propia. El uso de estas
nuevas tecnologías fue de la mano de los potentes métodos de investigación
propios de la Ciencia moderna: os invito a que descubráis por vuestra cuenta historias
como la del doctor John Snow de Londres, y cómo ayudó a detener el brote de cólera de Broad Street a mediados
del S.XIX; o la de cómo Barry Marshall se inoculó él mismo la bacteria helicobacter
pylori para demostrar que era la causante de la úlcera de estómago,
ya en el S.XX.
El estudio de todo lo relacionado con la Vida microscópica nos depara aún hoy
muchas sorpresas, y algunos de los descubrimientos más recientes al respecto
han sido auténticos bombazos, abriendo un amplio abanico de campos para investigar. Por ejemplo, los experimentos
con ratones criados en medios totalmente estériles, sin microbios, nos están
permitiendo descubrir muchas cosas sobre cómo funciona la microbiota intestinal,
también conocida actualmente como “el segundo cerebro”,
que tiene una influencia decisiva en nuestra salud… En definitiva, puede que estos
bichitos sean demasiado pequeños para verlos solo con los ojos, pero gracias a
la Ciencia sí podemos verlos con la mente
y darnos cuenta de que su importancia es increíblemente grande.
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