Ya os dije una vez que escribir entradas del
blog es como comer cerezas: muchas veces al coger una del cuenco se enganchan
un par más, y ¿quién puede resistirse a zampárselas también? Tienen tan buena
pinta, y saben tan deliciosas… Lo que en principio era una sola entrada acerca
del documental Into Eternity se ha convertido en una trilogía sobre la energía
nuclear que, si bien con distintos títulos y bajo distintos prismas (aséptico,
inquietante, poético), llega hoy a su quinta semana consecutiva. Por lo visto,
mis entradas también tienden a prolongarse hacia la Eternidad… Os prometo que
ésta de hoy es la última entrega de la serie, y que la Maldición de Tutankamon
caiga sobre mí si miento.
Las estructuras arquitectónicas complejas
más antiguas sobre la faz de la Tierra son, como ya hemos dicho,
las Pirámides, con 5.000 años. El sistema de comunicación compleja, de
escritura, más antiguo que nos ha llegado es el cuneiforme,
de los sumerios (en el sur del actual Irak), que no es muy anterior a las
tumbas de los Faraones: data de hace 6.000 años. Como vimos la semana pasada,
los residuos generados en los procesos de fisión nuclear nos plantean el reto
de preservar una estructura de contención y la información relativa a la misma
(para las señales de advertencia) durante 100.000 años: un tiempo veinte veces
mayor. ¿Lo conseguirán en Finlandia? ¿Lo conseguiremos en el resto de países?
Son preguntas de difícil respuesta, porque estos intervalos de tiempo tan
grandes en comparación con nuestros ciclos vitales, con la escala biológica de
Tiempo, escapan a nuestra comprensión. Resulta escalofriante pensar que el
Hombre de Neanderthal, uno de nuestros primos cercanos en el Árbol de la Vida,
se extinguió en el sur de la Península Ibérica hace unos 25.000 años… justo el
tiempo que tiene que pasar antes de que se pueda vivir de nuevo de forma segura
en la zona de Chernobyl.
Uno de los efectos del fuego invisible en los alrededores de la central ucraniana accidentada fue el nacimiento de niños con deformaciones, pero en este momento no quiero hablar de las mutaciones perjudiciales causadas por la radiación; me gustaría elucubrar sobre la hipotética posibilidad de que, gracias a determinadas mutaciones beneficiosas, nuestra especie pudiera precisamente evitar las radiaciones dañinas. En otras palabras, ¿sería posible que en el Futuro remoto desarrolláramos un nuevo sentido que nos permitiera detectar la radiactividad? Esto no es del todo imposible; al fin y al cabo, y según he oído, las cucarachas tienen un metabolismo que las hace casi inmunes a la radiación… Pero en el caso de los humanos, y suponiendo que sólo actuase la Evolución de forma natural, un cambio tan radical en nuestros sentidos requeriría muchos, muchos años. La escala evolutiva de Tiempo, al igual que la escala geológica, está cuatro o cinco órdenes de magnitud por encima de la biológica: mientras que una vida en particular dura unos 100 años, tenemos que hablar de unos pocos millones de años para que cambie apreciablemente la fisonomía de un paisaje, o el aspecto externo de una especie animal o vegetal.
En La Máquina del Tiempo de H.G. Wells el
protagonista viaja al año 802.701 de la era cristiana (aunque supongo que para
entonces ya nadie se acuerda de Jesús de Nazaret) y descubre que la raza humana
ha evolucionado en dos ambientes distintos, dando lugar a dos especies
completamente diferentes, los Morlocks y los Eloi. Que esto pueda ocurrir en
ese intervalo de tiempo es plausible, pero me parece que desarrollar un sexto
sentido para la radiación cuesta bastante más que hacer crecer a los Morlocks
el pelo de brazos y piernas o volver sus ojos más sensibles a la oscuridad.
Aceptemos, por tanto, que nos llevaría varios millones de años conseguirlo…
Esto, sin duda, es demasiado tiempo. El convertirnos en seres con un contador
Geiger incorporado, por así decir, nos permitiría huir a tiempo del peligro y
contrarrestar en parte los efectos nocivos de las pruebas y accidentes
nucleares del último siglo (la duración de una vida, por cierto), efectos que
están ahí para quedarse durante al menos 100.000 años (son las terribles
consecuencias de querer hacer las cosas demasiado rápido, de aplicar los
descubrimientos científicos antes de pensar detenidamente en las
implicaciones). Por consiguiente, lo ideal para nosotros sería que pudiéramos
evolucionar en los próximos 100.000 años, para que la nueva habilidad nos
resultase útil cuanto antes… Tal vez sería posible si le echáramos una manita a
la Evolución natural usando técnicas de ingeniería genética que aceleraran el
proceso. ¿Quién sabe? Como ya comentamos hace unas semanas, alcanzar objetivos
como éste parece cosa de magia, pero a lo mejor dentro de un tiempo se inventa
una tecnología lo suficientemente avanzada
como para conseguirlo.
En la entrega de hoy os he estado hablando de genética, y en la anterior os hablé de lo difícil que es preservar información a lo largo de intervalos grandes de tiempo… Para terminar, quiero compartir con vosotros un razonamiento que combina ambos conceptos. Si lo pensáis detenidamente, el método de almacenamiento de información más duradero que conocemos por ahora no se debe a nosotros pero está dentro de nosotros (y de las demás especies): es el del ADN, que contiene la información necesaria para generar un ser vivo y para que éste lleve a cabo sus funciones correctamente. Por medio de la mitosis y meiosis y de la reproducción sexual y asexual el ADN hace millones de copias de seguridad de esta información, una en cada célula de cada individuo, lo cual ha permitido la preservación de la misma desde que apareció la primera Vida sobre la Tierra hace 3.500 millones de años.
Este “libro de instrucciones” de las distintas especies no es estático, sino que se ha ido modificando y diversificando desde entonces, pero supongo que el de las bacterias o protozoos actuales más similares a los seres primigenios se ha mantenido casi intacto a lo largo de todo este tiempo. Resulta, por tanto, bastante humillante contemplar a través de un microscopio a unos simpáticos microorganismos, que se retuercen y se pasean despreocupados por su gotita de agua, y pensar que la Naturaleza ha sido capaz de preservar la estructura anatómica de esa especie y la información relativa a ella durante 3.500 millones de años, mientras los Homo Sapiens nos estamos rompiendo los cuernos para intentar sobrepasar los 100.000 (es decir, 0,1 millones) en los que los residuos radiactivos son peligrosos. Una vez más se hace patente que todo es relativo, que cualquier cantidad puede ser grande o pequeña dependiendo de con qué se la compare… Los cien mil años, que antes nos parecían una Eternidad, de repente se nos antojan pequeños, diminutos, en la escala Cosmológica de Tiempo; son menos que un instante comparados con los latidos del Universo.