Carl Honoré,
periodista afincado en Londres, se sorprendió a sí mismo hace unos años en una
librería del aeropuerto de Roma a punto de comprar un CD con clásicos
infantiles de Hans Christian Andersen comprimidos en un minuto, pensando que
así no tendría que perder el tiempo contándole él mismo los cuentos a su hijo
Benjamin antes de dormir. Este instante supuso para él un punto de inflexión en
el que se dio cuenta de que no podía seguir así, de que tenía que hacer algo para
cambiar su estilo de vida; hoy se ha convertido en un conocido gurú anti-prisa
con su libro Elogio de la Lentitud.
Repasando mentalmente mi rutina semanal, he confeccionado para
esta entrada una lista de las actividades en las que soy más pausado de lo
normal. Suelo levantarme con tiempo de sobra para arreglarme por las mañanas
porque no me gusta llegar estresado al trabajo, y también soy lento para
ducharme. Me lo tomo con calma en las comidas
porque me gusta hacer bien la digestión, aunque no llego a masticar 33 veces
cada bocado. Leo sosegadamente, intento asimilar bien los contenidos y tengo
que estar en silencio y tranquilo para poder leer a gusto; cuando iba de
pequeño a un museo con mi familia siempre era el último en salir con
diferencia, y mis padres tenían que esperarme un buen rato fuera. El hecho de
que sea lento al aprender algo nuevo no significa que sea menos capaz que el
resto, significa que quiero comprender bien las cosas y hasta que no lo consigo
no me quedo satisfecho; por eso cuando alguien me instruye para desempeñar una determinada
tarea suelo preguntar mucho, llegando a veces a ser repetitivo y hasta un poco pesado.
Casi siempre era el último en acabar en los exámenes del colegio y
de la universidad, y soy lento para escribir cualquier tipo de texto: repaso
las entradas del blog una y otra vez antes de publicarlas, e incluso a mis e-mails
les dedico bastante tiempo, porque aunque estén destinados a una sola persona
quiero que queden perfectos, que comuniquen con precisión lo que intento
transmitir (Por eso me cabreo bastante cuando a veces esa persona no me
responde, aunque de eso podemos hablar otro día). Por último, y a un nivel ya
más general, soy lento para tomar decisiones en la Vida porque me gusta
meditarlas bien (tanto las triviales como las importantes). Para compensar el
tiempo empleado en todas estas cosas, hay otras que hago menos a menudo o
algunas que hago más rápido, como por ejemplo andar: tanto en el trabajo como
al ir a hacer cualquier recado tengo por costumbre avanzar a grandes zancadas,
y cuando voy por la calle con otra persona a veces me embalo sin darme cuenta y tengo que esforzarme por frenar el paso. Sin
embargo, cuando paseo por la ciudad sin un destino concreto, en mis momentos de
relax, ya no corro; soy
deliberadamente lento para poder disfrutar de la Belleza de lo cotidiano, de
los pequeños detalles que me rodean.
Los avances tecnológicos que nos ha traído la Revolución
Industrial nos permiten hacer las cosas mejor, pero en lugar de eso las
despachamos más rápido para poder hacer más cosas, todas igual de mal (o incluso
peor) que antes. El tiempo que nos ahorran las máquinas no lo usamos para
relajarnos o para disfrutar más de nuestros amigos, sino para embarcarnos en
nuevas actividades y proyectos hasta la extenuación. No disfrutamos el proceso,
estamos pensando siempre en la siguiente meta, queremos hacerlo todo y no
llegamos; generamos unas expectativas muy altas que luego no podemos
alcanzar, lo que nos produce insatisfacción...
En resumen: la tecnología no nos está haciendo más felices porque no la estamos
utilizando bien. Trabajamos cada vez más horas (lo cual no quiere decir que necesariamente
aumente nuestro rendimiento) y son frecuentes los problemas de salud asociados
al estrés en el trabajo. Lo malo es que esta ansiedad no sólo nos afecta en el
terreno laboral: la filosofía del trabajo la aplicamos también al ocio. Intentamos
aumentar a toda costa el número de experiencias, pero no profundizamos en
ninguna de ellas, no somos plenamente conscientes de ninguna. Con el Facebook,
Whatsapp, etcétera, los planes se hacen a muy corto plazo y se cambian
constantemente, se trivializa todo; intentamos estar en varios frentes a la vez, en misa y repicando, y al final
todo se diluye. Se ha impuesto la cultura de la
gratificación instantánea, y estamos constantemente rodeados de multitud de
estímulos, todos ellos muy superficiales.
Esta obsesión por ser multitarea nos hace abarcar mucho y apretar
poco, pero no desde el punto de vista del Conocimiento, como a mí me gusta,
sino del de la acción no meditada. El que piensa mucho sabe cómo actuar de
forma correcta, pero al que actúa mucho y muy rápido no le queda tiempo para pensar.
Con las prisas, perdemos la perspectiva
y olvidamos cuáles deberían ser nuestros objetivos; ya no distinguimos lo relevante
de lo accesorio, lo semántico de lo episódico. Tenemos una larga lista de cosas
que hacer pero no nos planteamos por qué hay que hacerlas. Y lo peor de todo es que algunas personas convierten con el tiempo esta
filosofía de la celeridad en una huida
hacia delante, a pesar de ser conscientes (sin querer
aceptarlo) de que no están haciendo lo correcto: si no paran nunca de moverse
no podrán oír su propia voz interior, su conciencia. Estas personas tienen
miedo a la lentitud, igual que al silencio,
porque les permitiría intuir que están haciendo algo mal, y ellos no quieren
saberlo… La velocidad de vértigo en el día a día es una forma de no enfrentarse a lo que le pasa a
tu mente, de evitar las preguntas realmente importantes; es, al fin y al cabo,
una forma de cobardía ante la Vida.
Yo creo que nunca es tarde para cambiar. Y si no, que se lo digan
a Carl Honoré, que ya no usa reloj de pulsera y que le da la vuelta al
despertador de la mesita de noche cuando le cuenta cuentos a su hijo Benjamin,
para así poder dedicarle el tiempo que haga falta. En la segunda parte de esta
entrada doble os daré algunos consejos para dejar de mirar el reloj, buscar la
satisfacción por el trabajo bien hecho, disfrutar el momento presente y sacarle
el máximo partido a la Vida. Veremos que los árboles crecen muy lentamente pero aun así
pueden romper las rocas con sus raíces, y que
una tortuga moviéndose en línea recta llega más lejos que un
perro que persigue desesperadamente su propia cola para mordérsela. Y también hablaremos
de uno de mis libros favoritos, una novela en la que aparece una tortuga
llamada Casiopea.
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