Mi abuela materna fue siempre toda una señora, una
mujer fuerte y luchadora, con mucha dignidad y con mucha clase. Era una mujer
con cultura pero, lógicamente, había nacido y crecido en otros tiempos, de modo
que recuerdo con cariño los momentos en los que surgía el tema en la
conversación y ella me decía, con aire ligeramente ofendido: “¡Tú descenderás
de quien quieras, pero yo desde luego no desciendo del mono!”.
En la entrada anterior
hablamos del Árbol de la Vida, que hunde
sus raíces en los abismos del Tiempo, que sigue creciendo y floreciendo en este
mismo instante y del cual nosotros no somos más que una pequeña hoja en una
rama alejada. Pues bien, utilicemos otro símil con árboles incluidos: mientras
que la semana pasada hablamos brevemente de todo nuestro árbol genealógico,
incluyendo primos, tíos segundos y tíos abuelos, hoy hablaremos con más detalle
de nuestros ascendientes directos, de nuestros abuelos, bisabuelos y tatarabuelos
evolutivamente hablando, remontándonos hasta el origen de la Vida en la Tierra…
Para hacernos una idea de quiénes somos es bueno
saber de dónde venimos, y mirar las cosas con perspectiva nos ayudará a intuir
hacia dónde podríamos estar yendo.
Hace un par de meses vi en Discovery Channel un documental de la serie Curiosity, titulado El Nacimiento de la Humanidad, que
fue el detonante de esta entrada. En él se explican los sucesivos cambios en el
aspecto externo y la morfología interna de las distintas formas de vida que han
desembocado en nuestra especie. Antes de empezar a hablar de ellos, quiero
dejar bien claro que estos cambios no se dan en un animal concreto que muta de pronto por arte de magia o que
digievoluciona como un Pokémon,
sino que se van produciendo muy lentamente, a lo largo de miles de generaciones.
Los intervalos de Tiempo asociados a la Evolución de las Especies, al igual que
ocurre con la deriva continental
o con la formación de las montañas, son tan grandes comparados con nuestros
ciclos biológicos (para los que 100 años ya son mucho tiempo) que escapan a
nuestro entendimiento si no hacemos un esfuerzo consciente por imaginarlos. Y
hay otros ciclos aún más lentos que los evolutivos y los geológicos, en marcha
ahora mismo en el Universo; todavía tenemos pendiente hablar de las escalas
logarítmicas de Tiempo, pero tranquilos, que todo llegará.
Como no es objeto de esta entrada explicar lo que
pasó antes de la aparición de la Vida en la Tierra, baste por ahora decir que
el Universo se originó, según las últimas estimaciones,
hace 13.800 millones de años (en adelante Ma), y que el Sistema Solar y el
planeta Tierra se formaron hace 4.500 Ma. Como ya dijimos la semana pasada,
hace unos 3.500 Ma aparecimos los primeros microorganismos vivos (es decir, capaces
de hacer copias de nosotros mismos), creados en los océanos a partir de materia
orgánica traída del Espacio por meteoritos, materia que por la acción de los
relámpagos de las tormentas primigenias se fusionó en cadenas sencillas
de información genética, protegidas del exterior por una capa oleosa. Durante
unos 2.000 Ma la cosa cambia muy poco, hasta que se produce la diferenciación
entre células procariotas (bacterias) y eucariotas (nosotros) y aparece la
posibilidad de combinación de dos códigos genéticos distintos para producir un
nuevo individuo, es decir, el Sexo (¡Bien!). Hace 600 Ma somos un gusano de
ocho centímetros que flota en el agua; poco a poco desarrollamos las primeras
células sensibles a la luz para poder buscar compañera: conseguimos ojos. Un
tiempo después somos un pez con branquias, pero desarrollamos pulmones porque
hay poco oxígeno en el agua estancada, de modo que durante una temporada
podemos usar unas u otros según la ocasión: somos un anfibio (al parecer, hay
una curiosa teoría según la cual el recuerdo genético de las branquias tiene que ver con el hipo). Al cabo
de un tiempo, salimos por completo del agua y nos crecen patas, asemejándonos a
un lagarto; crecemos de tamaño y nos convertimos en un reptil depredador.
Hace 250 millones de años se produce un enorme
cataclismo en Siberia (del que ya hablaremos en otra ocasión) y desaparecen el
95% de las especies sobre la faz de la Tierra. Nosotros, por supuesto,
sobrevivimos (si no, no estaríamos aquí ahora para contarlo); después de esta
extinción masiva somos un protomamífero del tamaño de un gato. Aparecen los dinosaurios y ocupan la cúspide
de la pirámide alimenticia, de modo que nos hacemos más pequeños, con aspecto
de ratón, para poder escapar. Gracias a la amenaza de los dinosaurios mejoramos
genéticamente: se agudiza nuestro oído y en general todos nuestros sentidos, y
evolucionamos a vivíparos y mamíferos. Hace 65 Ma cae en el área de México un
gigantesco meteorito que provoca la extinción de (casi)
todos los dinosaurios después de 160 Ma de hegemonía en la Tierra. Los
mamíferos sobrevivimos a la catástrofe gracias a que nos alimentamos
básicamente de insectos: somos el Purgatorius.
Hace 56 Ma crecemos una vez más de tamaño, nos parecemos a un mono con cola
larga y vivimos en los árboles; hace 17 Ma nuestra cola se ha transformado poco
a poco en el coxis. Como comentábamos antes, los cambios evolutivos van ligados
a los procesos geológicos: en el Valle del Rift, al este de África, se alzan
montañas que no dejan pasar las lluvias y esto hace que disminuya el número de
árboles, de manera que hace 4,4 Ma, para garantizar nuestra supervivencia, bajamos
de las ramas y aprendemos a andar sobre dos patas; dicho cambio en la
estructura de la pelvis hará que a partir de este momento las hembras de la
especie sufran dolor en el parto.
Hace 3,2 millones de años somos Australopitecus:
en algún punto a lo largo de la Evolución nos hemos convertido en omnívoros y
además de plantas podemos comer carne, una fuente de energía más concentrada y
más fácil de asimilar, con lo que nuestro sistema digestivo no necesita ser tan
largo y los recursos sobrantes los empleamos en agrandar poco a poco el cerebro
al doble de su tamaño,
siendo necesario para ello que se aflojen los músculos de la mandíbula. Hace 2,3
Ma damos un paso de gigante cuando descubrimos que podemos usar herramientas
rudimentarias para hacer nuestra vida más fácil: somos Homo Hábilis. Hace menos
de 1,0 Ma, y después de la caída de un relámpago (recordad, no es la primera
vez que nos echan un cable), aprendemos a conservar el fuego para calentarnos
en las frías noches. Pasamos de ser carroñeros a ser cazadores, y nos agrupamos
por familias para garantizar mejor nuestra supervivencia. Por otro de esos
accidentes afortunados, nos damos cuenta de que la carne cocinada es más fácil
de masticar, con lo que las muelas del juicio dejan de salirnos y los músculos
de la mandíbula se nos aflojan de nuevo, creciendo aún más el cerebro (además,
ahora ya no necesitamos desgarrar la carne con los dientes porque nuestro
intelecto evolucionado nos ha permitido tallar piedras afiladas que cortan). Hace
unos 0,2 Ma aprendemos a hablar para comunicarnos entre nosotros y así evitar
conflictos: somos Homo Sapiens, y anatómicamente tenemos el aspecto actual
(salvo por el pequeño detalle de que somos todos negros).
De este modo, en lo que respecta al tema de esta
entrada ya hemos llegado al presente. Sin embargo, aunque a efectos de
Evolución 200.000 años son un suspiro, los cambios que se sucederán en otros
aspectos a partir de este momento serán cada vez más rápidos, incluso vertiginosos…
Lo habéis adivinado: otro día hablaremos de ello. Para resumir brevemente,
podemos decir que hay quienes hoy en día se lanzan a comprobar hasta dónde
puede llevarles su intelecto superior, pero no se paran a plantearse por qué llegar tan lejos, no se detienen
a pensar en las consecuencias de sus acciones bajo una perspectiva más amplia. Cada día podemos ver en los medios de comunicación la cantidad de
barbaridades que se cometen, podemos constatar que nos estamos cargando los
recursos que necesitamos para perdurar en el planeta… En fin: a la larga el Tiempo pondrá a cada cual en su sitio.
Pero no es momento de ser negativos: pensemos en
las cosas buenas que nos ha proporcionado nuestro desarrollo cerebral. La
enorme diferencia, de la que hablábamos antes, entre las escalas de Tiempo a
las que estamos acostumbrados y la escala de Tiempo evolutiva es tal vez una de
las razones por las que a bastante gente se le hace difícil comprender, y por
lo tanto aceptar, la Teoría de la Evolución; algunos, ante el vértigo que
producen 3.500 millones de años, prefieren pensar que todo se creó en siete días hace unos 10.000 años, sin
duda una cifra mucho más manejable… Afortunadamente, otros muchos sí se han
atrevido a hacer el esfuerzo intelectual necesario y han visto que las teorías
de Darwin son más coherentes con lo que observamos a nuestro alrededor hoy en
día; muchos se han atrevido a saltar desde el trampolín alto y se han dado
cuenta de que efectivamente la piscina es más grande de lo que creían. Es precisamente el aumento de volumen craneal propiciado por la
Evolución el que nos ha conferido la habilidad del razonamiento abstracto y nos
ha permitido trascender, con la ayuda del Método Científico, nuestras escalas de Tiempo y de Espacio para
viajar con el pensamiento mucho más atrás y mucho más lejos de lo que jamás
hubiéramos imaginado… Cuando reflexiono acerca de todo esto me siento muy
pequeño en comparación con la inmensidad del Tiempo y del Cosmos, pero a la vez
me siento inmensamente afortunado por ser capaz de comprender que formo parte de una Belleza tan grande.
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