martes, 10 de junio de 2014

Contemplando a los Viandantes

Me acerco a la Plaza por la Calle de las Barcas; antes de llegar he dado un pequeño rodeo y he pasado un momento por la Plaza Los Pinazo. Espero a que el semáforo se ponga verde mientras el reloj del Ayuntamiento, justo enfrente, da las doce, y mientras espero recuerdo que hace más de quince años crucé este mismo paso de cebra con mi primera novia justo antes de declararme; son muchas las experiencias vividas en este lugar, después de todo este tiempo… Al sonido del reloj se le añade el de una charanga de músicos que están tocando en el centro de la explanada, mientras un grupo de jóvenes, todas con vaqueros azules, camiseta negra y delantal de camarera, bailan animadas al ritmo de la música. En el centro de todas ellas hay otra chica disfrazada de cupcake gigante, guinda incluida en la cabeza, que también baila al mismo son… No me acaba de quedar claro si se trata de una despedida de soltera o de una maniobra de marketing bastante agresiva de algún establecimiento cercano, pero tampoco me paro a preguntarlo. Me desvío a la derecha y sigo andando hacia el borde de la explanada, hacia los bancos que miran a la fuente y a las paradas de bus de la otra acera.
 
 
Me siento en el banco del centro, el tercero empezando por la izquierda (o por la derecha, lo mismo da), y descubro con satisfacción que son relativamente cómodos; hacía tiempo que no los utilizaba, así que no estaba muy seguro. La fila de palmeras detrás de mí suele proyectar a estas horas del día y en esta época del año su sombra sobre los bancos, aunque hoy no hace falta preocuparse por el sol porque la mañana ha salido nublada. La temperatura es perfecta, los de la charanga ya se han ido y no hay mucho tráfico… La verdad es que se está genial aquí; después de la dura semana de trabajo, me apetece sentarme un rato sin hacer nada más que observar discretamente a los transeúntes y el entorno en general. La Plaza es un lugar en el que constantemente están ocurriendo cosas, y si no te paras a mirar atentamente te las pierdes. Yo paso por aquí entre dos y seis veces por semana, pero casi siempre andando a grandes zancadas y sin detenerme; ahora, sin embargo, desde este lugar privilegiado, me fijo en detalles que normalmente me pasan desapercibidos.
Por ejemplo, el estilo arquitectónico de los edificios: se ve claramente la diferencia entre los de la acera izquierda, proyectados antes de la Segunda República y más clásicos, y los de la acera derecha, posteriores y de aspecto más moderno. O los balcones: muchos tienen carteles de “Se Vende” o “Se Alquila”, pero en otros (pocos, eso sí) se puede ver personas, bien limpiando o bien asomadas a la barandilla mirando a la gente pasar. También me llaman la atención ciertas ausencias, como la de los logotipos del Partido Popular en algunas de las ventanas del edificio a mi derecha (todavía estaban ahí en la época del “No a la Guerra”), o la de los anuncios luminosos que una vez brillaron en lo alto de las fachadas a mi izquierda (creo que había uno de Philips y otro de Audio Jeam… es posible que esas fachadas lleven ya treinta años desnudas, pero yo los recuerdo).
 
 
El reloj hace sonar las cuatro notas que indican que ya son y cuarto. Me sorprende ver que algunas gaviotas han entrado desde el mar hasta la Plaza y sobrevuelan la fuente, haciendo de vez en cuando un picado para perseguir a las palomas que descansan posadas sobre la barra horizontal del semáforo. Me fijo en el agua que sube y vuelve a bajar e intento experimentar el efecto cascada, ese curioso efecto óptico por el cual, después de percibir durante un rato mucho movimiento hacia abajo, las neuronas del sistema visual encargadas de esta tarea se saturan, con lo que predomina la señal de las contrarias y al mirar a otro lado nos parece que los objetos se mueven lentamente hacia arriba… Nada, que no hay manera; los chorros de esta fuente (al menos los que hay encendidos ahora mismo) no sirven. Para el efecto cascada es mucho mejor la fuente de la Rosaleda de los Viveros… o, en el sentido contrario, los títulos de crédito de cualquier película en una sala de cine, cuando encienden las luces.
Centro ahora mi atención en los autobuses que paran delante de mí y que siguen camino hacia la Calle de la Sangre, y en la gente que los espera: ancianos, parejas de novios haciéndose arrumacos, mujeres jóvenes y guapas acompañando a los recados a sus madres… Contemplo también el ir y venir de gente por delante de los bancos, y también en la acera de enfrente: turistas de piel blanca como la leche consultando mapas de la zona centro, estudiantes con maletas de ruedas que seguramente vienen de la estación, adolescentes con skates…
 
 
Uno de los viandantes, un chico joven con gafas de sol, bigote bien recortado, un peinado estiloso y una pequeña mochila en la mano, se ha sentado en el banco de mi derecha. Le miro un par de veces disimuladamente, preguntándome si sólo está de paso o si, como yo, ha venido aquí a propósito para sentarse y disfrutar de la tranquilidad de este rincón de la ciudad. Han sonado ya las doce y media en el reloj y empiezo a sentir un vacío en el estómago, así que decido abrir la bolsa que traía conmigo y me dispongo a tomarme mi desayuno tardío, compuesto de coca de llanda con nueces y zumo multi-fruta sabor tropical. Al cabo de un par de minutos el chico se levanta del banco, se carga la mochila a la espalda y sigue andando en dirección sur.
Por alguna extraña asociación mental, la soledad en la que me encuentro ahora (plácida y agradable, pero soledad al fin y al cabo) me hace acordarme de cómo hace tres años la explanada a mi espalda bullía de actividad, de ilusión, de ideas y proyectos. Me acuerdo también de cómo la fuerza de ese torrente pareció ir apagándose poco a poco con el paso de los meses… Pero ¿realmente se apagó, o siguió fluyendo, poderoso y en silencio, por grutas y gargantas bajo tierra, para volver a salir a la superficie más adelante? La esperanza es lo último que se pierde. Mientras mi mente divaga con estos pensamientos, llega hasta mí, traída por una suave y fresca brisa, la fragancia de las flores del puesto cercano, detrás a mi izquierda, y acuden con el perfume a mi memoria las palabras de una buena amiga: ella suele decir que la calle es nuestro medio natural, y creo que tiene razón. El espacio público es de todos y está para usarlo; y cuanta más gente lo usa y más diversa es esta gente, más se enriquecen (nos enriquecemos) los unos a los otros.
 
 
Hace un rato que dieron las doce cuarenta y cinco, no creo que venga nadie ya. Me levanto y me dirijo hacia la Calle San Vicente. Me da la impresión de que un trocito de mí se ha quedado sentado en el banco, al igual que yo mismo me llevo un poquito de la Plaza conmigo, impregnando mi ropa, mi pelo, mi piel. Al llegar a la esquina norte, me encuentro por casualidad a una chica muy simpática que conocí unos días atrás y estamos un rato hablando; resulta curioso que no hayan aparecido las personas a las que esperaba y que sin embargo, de forma inesperada, el destino me haya cruzado con ella. Me alegra haberla visto, pero incluso aunque no hubiese sido así estos cincuenta minutos habrían valido la pena: me alegro de haber venido, a pesar de todo. Continuamente estamos rodeados de pequeños detalles cotidianos, pequeños diamantes en bruto, pequeñas pepitas de oro arrastradas por el río del Tiempo y al alcance de nuestra mano; basta con aprender a tamizar la arena de la Vida para encontrarlas, atesorarlas y admirar su Belleza.
 
 

4 comentarios:

David dijo...

Juan, me ha encantado tu mirada sobre la playa del ayuntamiento. Te recomiendo si no lo conoces, el libro 'Tentativa de agotamiento de un lugar parisino'. En tu narrativa no tienes nada que enviarle a Perec.

Kalonauta dijo...


Hola, David, ¡qué bueno verte por aquí!

No he leído el libro de Georges Perec sobre la Plaza Saint-Sulpice, pero seguro que tiene más mérito que esta entrada. Debe ser mucho más difícil llenar sesenta páginas con todas las pequeñas cosas que ocurren durante tres días y que la cosa no se haga aburrida. Lo mío son menos de dos mil palabras describiendo lo que pasa en tan solo cincuenta minutos... En cualquier caso, me alegra que te haya gustado.

¡Un abrazo!

mediterraneo dijo...

El luminoso de Audio Jeam yo lo recuerdo hasta mediados de los noventa. El de Philips la última vez que lo ví fué en 1997.
A mí no me parece más bonita la plaza sin rótulos luminosos, al contrario, pero, en fin...

Kalonauta dijo...


Ah, pues entonces los quitaron hace menos tiempo del que pensaba... Me pregunto cuál sería exactamente la normativa que se aplicó para proceder a su retirada.

Y en cuanto a si la plaza estaba mejor con ellos o no, si te soy sincero, hace veinte años no me fijaba tanto en este tipo de detalles, y no tengo recuerdos muy claros de los anuncios, así que no puedo opinar... Pero desde luego las fotos destilan cierto aire de nostalgia que es agradable, aunque muchas veces la nostalgia la sentimos más por las cosas tal y como queremos recordarlas que por cómo fueron realmente.

¡Un saludo, y gracias por comentar!