Uno de los objetivos principales de los alquimistas en la Edad
Media era el de encontrar la Piedra Filosofal,
una sustancia presuntamente en forma de polvo rojo que permitía transformar en
oro otros metales como el plomo. No fue hasta varios siglos después, en torno
al año 1900, que empezaron a comprenderse los procesos por los cuales un
elemento de la tabla periódica se transforma en otro distinto. Empecemos la
entrada de hoy explicando la diferencia entre una reacción química y una reacción nuclear. En las primeras,
partimos de unas sustancias iniciales cuyas moléculas se combinan y se reorganizan,
formando moléculas de distinto tipo con propiedades diferentes; es decir, los
átomos que había antes y los que hay después son exactamente los mismos en tipo
y cantidad, pero ahora están unidos de distinta forma. En una reacción nuclear,
sin embargo, los cambios se producen en el interior de los propios átomos, y
afectan a los protones y neutrones del núcleo, no a los electrones de la
corteza, que son los que mantienen unidos los distintos átomos de una molécula.
Al cambiar el número de protones o neutrones, por transformarse o ser emitidos
algunos de ellos, cambia también el tipo de átomo. Por tanto, y resumiendo, en
una reacción química se produce un cambio de unos tipos de molécula a otros,
mientras que en una reacción nuclear hay un cambio de un tipo de átomo a otro,
lo que se conoce con el nombre de transmutación.
En las reacciones químicas los enlaces involucrados (rompiéndose algunos
de ellos y formándose otros) son de tipo electromagnético (covalente, iónico,
metálico…), mientras que en las nucleares los que se reorganizan son los
enlaces nucleares fuertes, responsables entre otras cosas de compensar la
repulsión eléctrica entre los distintos protones del núcleo. La cantidad de
energía encerrada en los enlaces fuertes del núcleo es, por término medio, un
millón de veces mayor que la contenida en los enlaces covalentes entre átomos:
por eso es mucho más difícil provocar el inicio de una reacción nuclear, y por
eso la cantidad de energía que puedes sacar de ella una vez iniciada también es
mucho más grande. Para haceros una idea, basta con imaginar un pequeño montón
de madera al que se le prende fuego, dando lugar a una reacción química de
combustión, y ahora comparar la energía liberada en la hoguera con la de las
bombas de Hiroshima o Nagasaki: la cantidad de combustible que se utilizó en
ellas para la reacción nuclear de fisión ronda el tamaño de una pelota de
tenis.
¿De dónde sale toda esta energía liberada en algunas reacciones
nucleares? Mientras que en una reacción química la masa total de las sustancias
iniciales (los reactivos) es prácticamente la misma que la de las sustancias
finales (los productos), en las reacciones nucleares se aprecia un pequeño
cambio en la masa total: a veces aumenta ligeramente (cuando comunicamos
energía a los reactivos) y otras veces disminuye (cuando la reacción libera
energía). Lo que ocurre en este segundo caso es que la masa perdida al
reorganizarse los enlaces nucleares se transforma en la energía liberada. ¿Y
cuál es la fórmula que relaciona esta pequeña variación de masa y la gran
cantidad de energía emitida? Pues ni más ni menos que E=mc2, la
famosa ecuación de la equivalencia masa-energía
propuesta por Albert Einstein
en su teoría de la Relatividad Especial de 1905.
En esta expresión, c es la velocidad de la luz en el vacío, que incluso sin
elevar al cuadrado tiene un valor muy, muy grande: esto explica que salga tanta
energía de tan poca masa.
De los isótopos de la tabla periódica que producen reacciones
nucleares se suele decir que son radiactivos; este nombre se debe a que el
radio fue uno de los primeros elementos con estas características que fue descubierto,
concretamente por Marie y Pierre Curie
en 1898. Tanto en los procesos de desintegración radiactiva como en los de
fisión y fusión, de los que hablaremos más adelante, se suelen emitir distintos
tipos de partículas y radiaciones que pueden afectar seriamente a la salud, así
que conviene que hablemos un poco de ellos. Las principales son las partículas
alfa, compuestas por dos protones y dos neutrones, las partículas beta, que son
electrones muy rápidos, y los rayos gamma, radiación electromagnética de muy
alta energía. Las partículas alfa son muy ionizantes, porque en su camino
después de ser emitidas pueden romper muchos enlaces de otras moléculas (hasta
10.000) antes de perder velocidad; en el lado positivo, estas partículas son
inofensivas si nos mantenemos a distancia prudencial de la fuente radiactiva,
porque tienen un alcance de tan sólo unos centímetros en el aire. Las
partículas beta son menos ionizantes (pueden romper del orden de 100 moléculas
hasta ralentizarse) pero tienen un alcance mayor que las alfa. En cuanto a la
radiación gamma, cada fotón rompe sólo una molécula, pero su alcance en el aire
es muy superior, con lo que en grandes cantidades esta radiación es peligrosa
incluso a distancia.
¿Dónde radica para nosotros el peligro de una
fuente radiactiva de intensidad media? Si las moléculas que se rompen por
acción de las partículas emitidas no pertenecen a seres vivos, en principio no
hay problema; incluso si la radiación deteriora las moléculas de la membrana o del
fluido interior en una de nuestras células, las consecuencias a largo plazo no
son muy importantes… La cosa ya cambia si los enlaces covalentes rotos
pertenecen a un tipo muy particular de moléculas gigantes: las cadenas de ADN
que codifican en cada una de nuestras células la información que nos
caracteriza como seres vivos únicos e irrepetibles. En este caso el daño producido por la radiación podría
amplificarse no sólo porque estas cadenas dirigen los procesos biológicos de
las células, sino también debido a su capacidad para autoreplicarse. Una célula
con una cadena defectuosa podría no funcionar correctamente en algunos aspectos
y, lo que es peor, daría lugar a otras células defectuosas si se divide por
mitosis, lo cual puede pasar un
día después de producirse el daño, un mes después, diez años después, o nunca.
En lo relativo a los efectos de la radiación, por tanto, las probabilidades
juegan un papel muy importante. Cuando las células defectuosas se reproducen
sin control y a gran velocidad pueden llegar a formar lo que llamamos un tumor:
en este caso la exposición a la radiación ha dado lugar a un cáncer. En niños y
jóvenes en edad de crecimiento, cuyas células necesitan duplicarse más a
menudo, hay que extremar las precauciones ya que el riesgo de aparición de
tumores es mayor… y no digamos ya en el caso de no natos, que pueden presentar
terribles malformaciones si sus células reciben la radiación mientras se están
desarrollando en el útero materno.
El peligro inherente a la radiación se reduce, lógicamente,
alejándose de la fuente emisora… pero esto a veces no es tan fácil como parece:
no todos los escenarios de interacción con la radiactividad incluyen una muestra
bien localizada dentro de un grueso contenedor de plomo que se pueda cerrar
para evitar el riesgo. A veces los átomos emisores nos rodean por todas partes
sin que podamos detectarlos (a no ser, claro, que dispongamos de un contador Geiger): por ejemplo, después de
la explosión de una bomba atómica o de un accidente en una central nuclear, la
zona circundante podría estar llena de motas de polvo radiactivas que, a pesar
de ser apenas perceptibles a la vista, contendrían millones de átomos emisores
de partículas alfa o beta, o de radiación gamma. Si inhalamos estas motas de
polvo con el aire que respiramos o las ingerimos con el agua o la comida,
podrían instalarse en el interior de nuestro organismo, rompiendo enlaces
moleculares y produciendo daños de manera continua.
Sólo en casos muy concretos de altas dosis de radiación, a una
distancia corta de una fuente muy intensa, los efectos son bien visibles y
aparecen a corto plazo; es lo que se conoce como Síndrome de Radiación Aguda: quemaduras en la piel, caída del pelo, náuseas, vómitos, diarreas,
fallo masivo de los órganos… Pero uno de los aspectos más inquietantes de la
radiación es que, como hemos dicho antes, en la mayoría de ocasiones no podemos
detectarla hasta que ya es demasiado tarde, no hay ninguna señal de alerta que
nos prevenga del peligro. Una llama producida por una reacción química de
combustión emite luz que nuestros ojos pueden ver y calor que nuestra piel
puede sentir, pero no tenemos mecanismos naturales para detectar las partículas
alfa o los rayos gamma, nada que nos diga que debemos apartar la mano o salir
corriendo para huir de este fuego invisible.
Vemos pues que la Ciencia es una herramienta
muy poderosa para aumentar nuestro Conocimiento de lo que nos rodea y también
para controlarlo, al menos en parte. ¿Qué cara habrían puesto los alquimistas
del Medievo si hubieran podido comprobar que la Física Nuclear permite transmutar
unos elementos en otros? ¿Acaso no les habría fascinado ver cómo en las
centrales nucleares se utilizan estas reacciones para producir ingentes
cantidades de un fuego invisible que podemos utilizar en nuestro provecho? Esto
me recuerda aquella célebre cita del escritor de ciencia ficción Arthur C.
Clarke: “Toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”… La próxima semana hablaremos de la magia
negra, es decir, de cómo la Ciencia y la tecnología se han usado muchas veces
para la destrucción; y de cómo un
gramo de masa convertido por entero en energía mató una vez a más de cien mil
personas.