Después de leer la anterior entrega de esta entrada
queda bastante claro que nuestra Historia es una historia de violencia
y que vivimos sobre montañas de cadáveres,
consecuencia de dos mil años de conflictos bélicos que han cambiado
radicalmente la fisonomía de nuestra ciudad. Hoy veremos, sin embargo, que no
es necesaria una guerra para elevar la cota de Valencia sobre el nivel del mar.
A veces bastan, por ejemplo, una vela encendida y unas cortinas para que un
accidente doméstico se transforme en un incendio que puede devorar barrios
enteros; antiguamente muchas casas estaban hechas de madera y estos incidentes
eran bastante frecuentes. En este sentido, cabe citar por ejemplo el incendio
sufrido en 1586 por la Casa de la Ciudad
(el antiguo Ayuntamiento), que estaba situada junto a la Plaza de la Virgen, en
el lugar que hoy ocupa el pequeño jardín contiguo al edificio de la
Generalitat.
Otras veces no es el fuego sino el Tiempo mismo el que devora
partes de la ciudad: por ejemplo, durante el Bajo Imperio Romano (hacia el
S.III) el edificio administrativo de la Basílica se derrumbó por falta de
mantenimiento y no fue reconstruido. De hecho, en esta época y en tiempos de
los visigodos hubo mucho reciclaje de piedras, que se cogían de las ruinas de
antiguos edificios para utilizarlas en las nuevas construcciones. También ha
ocurrido varias veces que las autoridades de la ciudad han planificado la
remodelación de barrios enteros, como el de Pescadores,
junto a la actual Plaza del Ayuntamiento, que antes era un barrio de mala
muerte, lleno de delincuentes y prostitutas, y que fue desalojado y reconstruido
por completo a principios del S.XX (Resulta gracioso pensar que el lugar donde
antes no había más que golfos y trileros ha acabado lleno de sucursales
bancarias, así que la historia se repite). Sea cual sea la causa por la que un
edificio cae al suelo, a veces cuesta menos construir sobre sus ruinas que
llevarse los escombros a otra parte; sobre todo en los tiempos antiguos, en los
que no había excavadoras. Como consecuencia de todo esto, el nivel del suelo
sigue subiendo más y más con el paso de los siglos.
Quiero detenerme un poco en el caso del Palacio del Real,
de cuya historia hablaremos con más calma otro día. Su demolición tuvo lugar en
1810, coincidiendo con el segundo de los asaltos a la ciudad por parte de los
soldados de Napoleón; pero no a manos de las tropas francesas ni durante la
contienda, sino por las propias autoridades valencianas, posteriormente,
aduciendo motivos de tipo estratégico. Se explicó que la situación del Palacio,
a las afueras de la parte norte de Valencia, donde hoy en día están los
Jardines de Viveros (o del Real), lo convertía en un punto clave desde el que
los franceses podían atacar fácilmente las murallas si lograban hacerse con él,
así que se procedió a su desmantelamiento. Hubo quienes lamentaron esta
decisión esgrimiendo el argumento de que los valencianos también podrían haber
usado el Palacio como posición de avanzada para defender las puertas ante
nuevos ataques, y corrieron rumores de que la estrategia bélica había sido una
mera excusa por parte de las autoridades para poder saquear las muchas riquezas
que había en el conjunto de edificios, cuyos escombros amontonados dieron origen
a la actual Muntanyeta d’Elío de los Viveros y a su gemela ya desaparecida, que
se encontraba un poco más al este.
Pero hay un Poder sobre la Tierra más grande que las guerras, los
incendios o los planes urbanísticos, un Poder que no depende de la mano del
hombre y que hace subir poco a poco el nivel de las ciudades construidas a la
orilla de un río: es el Poder del Agua.
En el caso de Valencia, se tiene constancia de crecidas y desbordamientos del Turia,
también llamado Guadalaviar o Río Blanco, desde la misma fundación de la
ciudad, habiéndose producido en promedio un desbordamiento especialmente
destructivo cada 50 años. En las excavaciones arqueológicas de la ciudad se
puede encontrar la huella de los sedimentos dejados por estos desbordamientos,
llamados también riadas, lo cual nos permite obtener una datación aproximada de
dichos acontecimientos. En la excavación de l’Almoina en concreto se han
encontrado signos claros de desbordamientos del río en los siglos II y I antes
de Cristo; en cuanto a la época romana imperial (siglos I al IV), aunque se han
encontrado en otros puntos de la ciudad evidencias de riadas en esta etapa, no
llegaron a afectar a la zona de l’Almoina. Si seguimos hacia arriba en los
estratos y hacia adelante en el tiempo, no apreciamos en ningún punto signos de
que haya habido inundaciones en época visigoda; este hecho, junto con el pacto
alcanzado entre Visigodos y Musulmanes a la llegada de los segundos, justifica
que el nivel del suelo haya subido tan poco entre la Valentia visigoda y la
primera Valencia árabe, que no se llamaba aún Balansiya sino Medina al-Turab o
Ciudad Polvorienta. Ya en época musulmana se han encontrado en l’Almoina signos
de inundaciones especialmente catastróficas en los siglos IX al XI: la de 1088
rompió dos de los puentes y varias torres defensivas de la ciudad.
¿Y cómo puede ser, os preguntaréis, que conozcamos con tanta
exactitud el año de esta última riada? Porque conforme nos acercamos al
presente podemos obtener cada vez más información de otro tipo de fuentes
aparte de las capas de sedimentos de los yacimientos arqueológicos: las fuentes
documentales de cada época, o lo que es lo mismo, los libros, crónicas,
inscripciones y cualquier otro tipo de documentos escritos. Después del
desastre de 1957, Francisco Almela y Vives
se dedicó a recopilar los datos disponibles en las fuentes escritas acerca de las
incidencias de este tipo sufridas a lo largo de la historia de Valencia: entre
1321 y 1949 se han documentado como mínimo 22 desbordamientos, 11 crecidas y 15
noticias de inundación sin especificar la magnitud (y por cierto casi siempre
en los meses de septiembre y octubre, coincidiendo con la famosa Gota Fría). Después
de la Riada del 57 aún hubo una crecida más, en 1967, que no fue tan grave, y
así hasta el día de hoy. He aquí un ejemplo de lo que cuentan los cronistas
sobre el nivel de destrucción que las crecidas podían llegar a ocasionar en la
ciudad:
“El jueves 17 de agosto de 1358, después de haber sufrido una
ruinosa y pertinaz sequía, que dejó yermos los campos y entregados a la miseria
a los colonos y pequeños propietarios, crecieron tanto las aguas del
Guadalaviar, preñadas con el exceso de
las lluvias, que no tardaron en penetrar en la ciudad, inundando calles,
plazas y casas con furia inusitada. [...] Los puentes desaparecieron todos y
barriadas enteras cayeron desplomadas en número de mil casas, aplastando a
familias completas bajo sus escombros y ruinas. Cuatrocientas personas
perecieron. [...] La parte de la Ciudad que más padeció fue el barrio de
Curtidores. Y no fueron menores los estragos producidos en los campos,
alquerías y pueblos de La Huerta.”
Las riadas ocurridas consecutivamente en 1589 y 1590 hicieron que
se pusiera en marcha la llamada Fàbrica Nova del Riu, que consistía en una
serie de obras de mejora de los pretiles y puentes del río, para hacerlos más
resistentes a posibles futuras crecidas. Este plan de reformas, que se llevó a
cabo en un tiempo récord de veinte años, supuso un cambio radical en la fisonomía
del cauce, con multitud de variaciones en el nivel del suelo, tanto hacia
arriba como hacia abajo, en distintas áreas cercanas al río. El pretil de la margen
derecha, encargado de proteger la Valencia medieval de las crecidas, fue
durante mucho tiempo más largo y alto que el de la margen izquierda.
El último desbordamiento importante del Turia ocurrió el 14 de octubre
de 1957 y se lo conoce con el nombre de “La Gran Riada”.
Constó de dos ondas de crecida: una a las cuatro de la madrugada, que fue la
que originó más víctimas, y otra más grande a las dos del mediodía, que fue
menos mortal pero causó más daños materiales. Hubo en total unos cuatrocientos muertos,
más o menos los mismos que en la riada acaecida seiscientos años antes (¿Coincidencia…?
Pues sí, la verdad es que sí). El río crecido dejó a su paso por la ciudad una
gran cantidad de material de aluvión, unos 50 centímetros
en promedio, con una altura de hasta dos metros en algunas zonas. Las brigadas
formadas por militares y voluntarios, ayudadas por algunos bulldozers y por los
carros de caballos que se encargaban normalmente de la recogida de basuras,
tuvieron que estar recogiendo barro durante semanas,
encontrando entre el lodo maloliente multitud de animales muertos y de vez en
cuando también algún cadáver.
La topografía de los barrios de Tendetes (junto a la Escuela Oficial
de Idiomas) y de Marxalenes los convirtió en una trampa mortal durante la
Riada, ya que estaban (y siguen estando) más bajos que las zonas circundantes
y, cual bañera gigante, se llenaron de agua que no tenía ninguna vía de salida.
El pretil de la margen izquierda del río, cuya altura se había elevado erróneamente
en esa zona, en el S.XVIII, por encima del nivel de los barrios, actuó como
barrera impidiendo que el agua que había entrado hacia la ciudad un poco más
arriba volviera a salir de nuevo al cauce, lo cual hizo que se desencadenara la
tragedia, llegando incluso a formarse un vórtice gigante en el agua. Hubo
docenas de muertos en esta zona, el 70% de los edificios de Marxalenes quedaron
arrasados y en la calle Doctor Olóriz de Tendetes el agua alcanzó una altura de
5’20 metros. Una vez pasado el desastre, estos barrios se rellenaron
parcialmente con el barro que dejó la crecida, pero hoy en día se sigue notando
claramente que hay una diferencia de alturas: por ejemplo, la Estación de
Autobuses, que se construyó posteriormente, está al fondo de una depresión del
terreno, y por eso para coger los buses hay que bajar una escalera que llega
casi hasta el mismo nivel del fondo del cauce.
Sin embargo, ya se sabe que la lotería del Destino depara
desgracias para algunos pero también concede alegrías a otros: del mismo modo
que Tendetes y Marxalenes tuvieron mala suerte durante la Gran Riada, hubo otra
zona de la ciudad que, a pesar de estar muy cercana al cauce del río, no llegó
a inundarse en ninguna de las dos crecidas, aunque quedó rodeada casi por todas
partes. La zona de la Catedral, la Plaza de la Virgen y el actual Museo
Arqueológico de l’Almoina quedó libre de las aguas, igual que había ocurrido en
época visigoda. Tal vez este hecho se deba en parte a que, al ser ésta la zona
más antigua de la ciudad, ha sufrido más transformaciones que las áreas
circundantes y por eso la cota ha subido más en ella; pero en cualquier caso
pone de manifiesto lo acertado del emplazamiento original de Valentia y la
pericia de los ingenieros romanos que lo escogieron hace 2150 años.
No es la primera vez que hablamos aquí de la soberbia de la raza humana
y de cómo, cada vez que creemos que somos los Señores del Universo y que lo
tenemos todo controlado, la Naturaleza nos vuelve a poner bruscamente en
nuestro sitio. Seguramente muchos de los que estaban a punto de sufrir las
consecuencias de la Gran Riada, ocupados en mil pequeñas cosas que a ellos les
parecerían sumamente importantes en aquel momento, habían perdido el recuerdo
de todas las crecidas e inundaciones anteriores y pensaban que era algo que no
podía volver a ocurrir… Pero a veces el mero hecho de que olvidemos el Pasado no
hace que éste desaparezca: permanece silencioso, paciente, agazapado entre las
sombras del Tiempo, como una gigantesca criatura aletargada en las profundidades de la Tierra, esperando
a resurgir en el momento más insospechado y pegarnos un zarpazo en la cara. En
cierto modo, si no fuera por el sufrimiento padecido por los habitantes de la
ciudad, resultaría oscura y retorcidamente poética la idea de que aquel día de
octubre de 1957 Valentia casi volvió a ser una isla fluvial,
después de un milenio sin serlo.
2 comentarios:
Muy interesante, como anecdota te diré que mi madre siempre contaba que perdió sus primeros zapatos sin estrenar (que eran rojos), y que le regaló su padre para su cumpleaños el 7 de Octubre en la riada del 57. Afortunadamente, a parte de daños materiales no hubo daños personales en la familia, y ha podido permitirse tener más zapatos en su vida ;)
Oye, me ha encantado lo de "(Resulta gracioso pensar que el lugar donde antes no había más que golfos y trileros ha acabado lleno de sucursales bancarias, así que la historia se repite)", jajaja
Y ahora, estoy intrigada... ¿De qué va ir el tema la semana que viene...?
¿Los perdió sin estrenar? Lo lógico hubiera sido que los hubiera estrenado y que posteriormente se le hubieran quedado atrapados dentro del barro al meter los pies hasta la rodilla...
El hermano mayor de mi madre era muy joven en aquella época y estuvo ayudando a quitar barro de las calles... Se ve que los voluntarios acababan cansadísimos, porque sin darte cuenta se te iba pegando a la ropa una gruesa capa de barro y tenías que moverte con todo ese peso a cuestas... Debió ser una experiencia bastante dura.
La Gran Riada tiene mucha miga, es un tema del que sin duda volveré a hablar en el blog porque me quedan muchas cosas interesantes por contar... Pero más adelante, para no saturar con el mismo tema. También hablaremos más de los banqueros, sin duda, pero todo a su tiempo.
¡Y no quieras saber ya el tema del próximo lunes, presurosa! ¡Pero si aún no lo tengo claro ni yo! ;-)
¡Un abrazo, hasta luego! :-)
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