martes, 9 de mayo de 2017

A Fuego (I)


Ya os conté en una ocasión que mi memoria es un tanto peculiar, bastante buena para las cosas importantes (lo semántico) pero horrible para los pequeños detalles (lo episódico). Para la entrada múltiple que comienza hoy he hecho un esfuerzo por redactar una lista de mis recuerdos más vívidos del pasado lejano, imágenes mentales marcadas a fuego en mi memoria que no se han borrado con el paso del Tiempo, como ha sucedido con la mayoría… Estos recuerdos, aun estando fijados en mi cerebro, no se parecen a una escena de una película con un diálogo normal; son más bien fotografías, imágenes estáticas sobre todo del lugar exacto en que me encontraba y la persona con la que estaba, y en algún caso también de una o dos frases que esa persona me dijo.




El lugar de donde guardo mi primer recuerdo está a apenas veinte o treinta metros de la habitación en la que escribo ahora mismo. Es de cuando mis padres estaban esperando a que se terminara de construir el piso que habían comprado y alquilaron otro en la misma calle donde vivía mi abuela, en el portal de al lado. Yo era un bebé que no había llegado al año de edad (fue poco después cuando mis padres se mudaron), pero recuerdo perfectamente el estar tumbado en una cama, sobre una colcha bordada negra con cuadrados de colores vivos que todavía conservo aquí conmigo. Ya sé que era muy pequeño, pero no debo habérmelo inventado porque he dado detalles acerca de la distribución de las puertas, muebles y ventanas de la habitación que nadie me había comentado antes y que mis padres me han confirmado.

Otro de los primeros recuerdos fijados en mi memoria es del chalet de Ribarroja donde veraneamos algunos años. Había una pequeña piscina y yo tenía la manía de dar vueltas por el borde mientras mi madre me esperaba paciente en una esquina y me daba una cucharadita de papilla por cada vuelta. Un día me resbalé y me caí al agua; era muy pequeño y no sabía nadar, pero por suerte mi padre vino corriendo y me sacó cogiéndome de los pelos. No recuerdo muy claramente su mano entrando en el agua, pero sí conservo una instantánea mental de mi punto de vista en aquel preciso instante, mirando hacia arriba desde el fondo, con un agua de un azul muy claro y muy intenso, y montones de pequeñas burbujas que seguramente salían de mi boca… Menos mal que mi padre fue rápido, porque de lo contrario no estaríais leyendo hoy este blog.

Otro flash de mi infancia es del día en que fui consciente de que podía leer frases largas de corrido, a los cuatro o cinco años. Creo que el libro en cuestión se titulaba El Pequeño Panda, aunque no he logrado localizarlo en casa de mis padres; otra de mis primeras lecturas fue una colección de relatos de animales publicada por Disney, pero yo diría que es el del Panda el que va asociado a mi imagen mental. Lo que sí recuerdo con seguridad es estar sentado en el sofá del comedor (y exactamente en qué parte del sofá) con el libro entre mis manos, mi gran alegría al conseguirlo y que enseguida se lo conté emocionado a mi madre, que estaba preparando la comida en la cocina, a pocos metros de mí.




El siguiente recuerdo por orden cronológico data de unos años después; tal vez tendría unos siete u ocho, aunque no estoy seguro en absoluto. Mis padres invitaron a cenar a un matrimonio amigo que vino con su hija, más o menos de mi edad, y nos tumbaron a los dos a dormir en su cama mientras ellos comían y charlaban, y recuerdo que nosotros, bien despiertos debajo de las sábanas, nos pusimos a jugar a papás y mamás, simulando que yo me iba al trabajo por la mañana y que ella me daba un piquito en los labios como despedida… Fueron solo dos o tres besos completamente tiernos e inocentes, pero se podría decir que esa fue mi primera experiencia con las mujeres.

Poniendo la mente en blanco y dejando surgir mis recuerdos me he dado cuenta de que la mayoría de los que brotan solos (o al menos los que brotan primero) a partir de este punto de mi vida están relacionados con mis ex o con otras chicas que me han gustado. Algunas salieron conmigo durante un tiempo, a otras no me atreví a pedírselo, otras tantas me dieron calabazas y un par de ellas me crearon una buena primera impresión que luego se desinfló un poco, haciéndome cambiar de idea antes de decidirme a dar el primer paso. Lo que viene a continuación y el texto de las próximas semanas he intentado redactarlo con mucho tacto y respeto, para que quede interesante y comprensible para los lectores pero no demasiado explícito o indiscreto para las implicadas, ya que un par de ellas leen las entradas del blog de vez en cuando y alguna otra podría llegar a leerlas en el futuro… Espero haber encontrado ese difícil punto de equilibrio.

Tal vez recordaréis que mi primer amor fue una niña de mi clase, cuando yo tenía trece años. Ya en una ocasión os hablé de aquel día que estuve tan cerca de ella, mientras los alumnos nos arremolinábamos en torno a la mesa del profesor para ver la lista de aprobados de un examen, así que no repetiré aquí la descripción de la escena, que sin duda fue una de las que se me quedaron grabadas con ella como protagonista. Durante tres o cuatro años esta chica me gustó a rabiar, pero por entonces yo estaba todavía bastante atontado y hubo otros que me tomaron la delantera, así que aquel deseo tan intenso y primario (y algo irracional, vistas las cosas con perspectiva) quedó no correspondido.




Mi primera pareja fue una compañera del segundo curso de la Universidad, y recuerdo perfectamente muchos detalles del momento en que, tras haber salido varias veces en plan amigos, me decidí a pedirle que fuese mi novia. Estaba anocheciendo y paseábamos por la Plaza del Ayuntamiento, en la esquina con la calle Correos, y le pedí que cruzáramos el paso de cebra hasta los bancos en la zona central de la plaza, porque quería decirle “una cosa” (palabras textuales). Me acuerdo de la sonrisa en nuestras caras, ya que los dos sabíamos lo que iba a suceder, y de la extraña mezcla de silencio incómodo y agradable sensación de anticipación mientras esperábamos a que cambiara un semáforo en rojo que a mí se me hizo larguísimo. Ese paso de cebra fue el momento que se me quedó grabado; era como tener el contrato ya redactado, solo faltaba firmarlo.

De las palabras que le dije cuando finalmente nos sentamos en un banco y cogí sus manos entre las mías, sin embargo, ya no me acuerdo bien, pero sí recuerdo que fueron bastante torpes y cursis, que parecían sacadas de una mala película romántica y que no podría repetirlas a día de hoy sin ponerme rojo de vergüenza… Otra de las fotos mentales que guardo de esta chica es la del dolor y la confusión de la ruptura, tan solo unas pocas semanas después; me sabe mal decirlo, pero aunque era bastante atractiva y buena persona no era demasiado interesante en el aspecto intelectual, o al menos no lo suficientemente compatible conmigo.




El siguiente momento transcurre en el Errol Flynn, un pub de hard rock al lado del bar regentado por Manolo el del Bombo, cerca del estadio de Mestalla, al que solía ir con mis amigos músicos los fines de semana. Allí coincidíamos con un grupo de chicas bastante guapas, simpáticas y con personalidad, y una de ellas me causó una buena primera impresión. Recuerdo que a las pocas semanas de conocerla estábamos todos y todas apretados en torno a una mesa pasándolo bien, charlando, disfrutando de la música y bebiendo (todos menos yo; recordad que el dueño del local me identificaba con guasa como “el que más bebe y el que menos baila”). De pronto me di cuenta de que casi sin pensarlo había colocado mi mano sobre la pierna de esta chica, y podía sentir la agradable calidez de su muslo a través de sus pantalones vaqueros. Estuvimos así un buen rato mientras seguíamos hablando y riendo, y ella disimulaba, me miraba y parecía muy contenta, como si no le molestara el contacto de mi mano…

Sin embargo en esta ocasión el semáforo no se puso en verde y no llegamos a cruzar el paso de cebra: no pasamos de ahí aquella noche, y ni ella ni yo lo comentamos nunca después. Yo pensé que sería mejor tomarse las cosas con calma y hacerlo todo despacito y bien, pero con el paso de las semanas la fui conociendo más a fondo y una serie de pequeños detalles me hicieron darme cuenta de que, a pesar de ser una chica estupenda, no había esa química, ese no-sé-qué que te indica que la cosa podría funcionar… Después de aquello hemos sido buenos amigos durante muchos años y me alegro mucho de ello, pero a veces me pregunto qué habría ocurrido si hubiéramos dado el paso y probado a salir juntos; tal vez nuestras vidas ahora serían totalmente distintas… Y lo dejamos aquí por hoy. La semana que viene seguiré con este ejercicio de escritura automática que empezó como una lista cortita de mis recuerdos esenciales y se ha ido convirtiendo poco a poco en una larga entrada múltiple sobre mi historia sentimental.



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