En la primera parte de esta entrada hablábamos de La Versión Browning
y de lo difícil que es ser un buen profesor
en una sociedad en la que los chavales están continuamente sometidos a una
avalancha de estímulos siempre cambiantes y llamativos en las formas pero
vacíos en el fondo… Hoy nos centraremos menos en la película, pero aun así
haremos referencia a un par de sus escenas, y empezaremos explicando el
significado del título. Uno de los alumnos de Andrew Crocker-Harris parece
mostrar un genuino afecto por él, y al saber de su marcha le regala una primera
edición de segunda mano del Agamenón, en la traducción de un tal Robert Browning.
El estricto profesor se siente conmovido por este detalle hasta que su mujer
siembra la duda sobre si el regalo ha sido sincero o tal vez un soborno del
alumno para asegurarse un cambio a la asignatura de ciencias, cambio que
Crocker-Harris tiene que firmar.
La película da a entender que al chaval le gustan el griego y el latín,
pero que quiere el cambio porque algunos de sus amigos están en el otro grupo.
Hay una escena en la que quedan patentes las diferencias en el trato con los
alumnos en el caso del joven profesor americano de ciencias (que por cierto es
el que se beneficia a la mujer de Crocker-Harris): el ambiente es más de
colegueo, con los chavales haciendo constantemente el payaso, y se nos muestra
un vistoso experimento de química, de esos que lo dejan todo perdido
en el laboratorio sin que la mitad de los alumnos se haya enterado de lo que ha
ocurrido exactamente (a nivel molecular, me refiero)… Lo cual me lleva al
siguiente punto: aquellos que intentan ser buenos profesores sin recurrir a
fuegos de artificio tienen que luchar no sólo con la televisión, Internet, las
vallas publicitarias y la presión social de los amigos, sino también con las
odiosas comparaciones con los que yo llamaría “profes colegas”.
Algunos docentes se confunden pensando que su principal objetivo es caer
bien a los chavales y se centran en hacer las clases divertidas a un nivel
superficial pero sin llegar al fondo de los conceptos importantes, de modo que
al final los alumnos no aprenden tanto como deberían. Hay una fracción de estos
profes colegas que dan una especial rabia porque tienen dos caras
y dicen a cada cual (alumnos, padres, dirección, los otros profesores) lo que
quiere oír en cada momento, sin que las distintas versiones sean necesariamente
coherentes entre sí. De cara a la galería todo parece perfecto, pero de puertas
para adentro no acaban los temarios de las asignaturas, no llevan sus tareas al
día y dejan todo aquello que no les interesa para el último minuto, hasta el
punto de que a veces son los sufridos profesores que imparten otros grupos del
mismo curso los que les tienen que sacar las castañas del fuego con la
preparación y fotocopias de los exámenes, el cálculo de medias y demás papeleo…
Lo fácil que resulta ser o no profe colega depende de la asignatura en
cuestión; los profesores de educación física, por ejemplo, lo tienen chupado
para caer en esta categoría: les basta con programar a menudo partidos de
futbol (o, si están en Inglaterra, también de cricket). Otra forma de ser popular entre los alumnos,
independientemente de la asignatura, consiste en organizar una actividad
extraescolar con gancho, como por ejemplo un coro o un grupo de música…
lo cual, insisto, no es malo en sí, pero tiene algo de delito cuando para poder
dedicarse a ello el profe molón le encasqueta su parte de las tareas aburridas
a sus compañeros… Y ya que estamos, dejadme nombrar de pasada otra categoría de
docente: estos no tienen una mal entendida necesidad de ser aceptados, como en
el caso anterior, sino que simplemente pretenden mantener a los chavales distraídos
y sin ocasionar problemas hasta el final de la clase, aunque no aprendan nada, y
se dedican por ejemplo a ponerles vídeos chorras de YouTube en el proyector del
aula… Son los profesores pasotas,
mucho más peligrosos que los colegas.
Hay que tener cuidado a la hora de interpretar el significado de las
palabras: que una explicación en clase pueda ser divertida o entretenida no
significa que deba serlo del mismo modo en que lo es una película de palomitas
o la canción del verano. Podría entenderse la etimología de “entre-tenerse”
como mantenerse ocupado entre dos acontecimientos más relevantes, o el origen
latino de “di-vertirse” como alejarse de, moverse en dirección opuesta… ¿alejar
nuestra atención de las preguntas realmente importantes, tal vez? Bajo este punto
de vista el entretenimiento y la diversión son pasajeros, mientras que el
Conocimiento es para siempre y por tanto debería ser la meta a alcanzar.
Las clases de un buen profesor no tienen por qué (y de hecho no deben) ser
divertidas o espectaculares de principio a fin, porque su misión es la de
facilitar a los alumnos la comprensión de la Verdad, y la Verdad no siempre es
agradable en este Mundo imperfecto en el que vivimos. Un chaval que esté
continuamente de risas en el colegio o el instituto no estará preparado para
afrontar los muchos retos y contradicciones de la edad adulta; ya tendrá tiempo
de equilibrar la balanza en el recreo o al salir del cole… Está claro que los
profesores realmente buenos saben hacer sus clases interesantes, pero en el
término medio entre lo relevante y lo entretenido está la virtud. No hay que
olvidar nunca que el principal objetivo es despertar las mentes de los alumnos,
fortalecer su espíritu crítico y darles las herramientas que necesitan para
tomar las decisiones acertadas cuando sean mayores; o, como se suele decir,
enseñarles a pescar en lugar de darles pescado. Nadie ha dicho que esto sea fácil,
y puede que al principio a los chavales les cueste seguir el hilo y al profesor
mantener la atención de éstos, pero ninguno de los dos debe rendirse; el futuro
de nuestra sociedad depende de ello.
Por tanto, un buen profesor puede ser severo en las formas pero apasionado en el fondo; un buen profesor se
dedica a enseñar a sus alumnos, no a caerles en gracia, a resultarles simpático
o a intentar ser su amigo; no les dice lo que quieren oír en ese momento, sino
lo que necesitan oír para apañarse el día de mañana. Y el hecho de que los
jóvenes sólo quieran vivir el momento presente, que no tengan una perspectiva
temporal tan amplia como su mentor, es algo que muchas veces juega en contra de
este último, ya que sus esfuerzos no son suficientemente valorados, lo cual es bastante
injusto. Algunos chavales descerebrados pueden llegar incluso a soltarle en la
cara al esforzado profesor que les gustaban más las clases de tal o cual profe
colega (¿Recordáis? Aquel al que le estuvo fotocopiando y grapando los exámenes
el día anterior), y el pobre hombre, por no desacreditar a un compañero (por
caradura que sea) delante de los alumnos, tendrá que morderse la lengua.
Se me ocurre una comparación muy buena para que entendáis mejor la
injusticia de la dinámica entre buenos profesores más estrictos y profes
colegas más laxos: volvamos por un momento a la educación por parte de los
padres. Está claro que también en este caso los hay responsables, colegas, pasotas…
Un padre enrollado es mucho peor que un profe enrollado; un padre no debe ser el amigo de su hijo en condiciones
de igualdad, ni darle siempre la razón pase lo que pase. Dejadme imaginar un
caso muy concreto pero muy ilustrativo: el de una pareja divorciada con hijos
en la que la custodia es de la madre. El padre sólo aparece de vez en cuando, pasa
la tarde con los niños, se los lleva al cine o a un parque de atracciones, les hace regalos y los malcría,
mientras que la madre les pone reglas y limitaciones y los riñe cuando hacen
algo mal, sencillamente porque es ella la que se encarga de llevarlos y
traerlos del colegio, hacerles la comida, lavarles la ropa y limpiar lo que
ensucian día tras día (Repito que esto es un ejemplo muy concreto; no todos los
casos de padres divorciados son así, por supuesto). ¿Veis muy descabellado que
alguno de los hijos le grite a la madre en un momento de rabia que “Papá es
mucho más guay que tú”? ¿Cómo creéis que le debe sentar eso a ella? Es la madre
la que se preocupa de veras por los niños, y ante salidas de tono como la
anterior se consuela con la esperanza de que a la larga los chavales maduren y
lleguen a comprender todos sus esfuerzos; por eso no deja de repetirles aquello
de: “¡Cuando seas mayor me lo agradecerás!”
Volvamos a los profesores, que es de lo que va la película. Ya ha quedado
claro que hay que ser estricto (dentro de un orden) con los alumnos, y que luchar
por lo que es correcto no siempre resulta fácil, pero que a veces la constancia en la lucha tiene su recompensa a la larga
y es el Tiempo el que finalmente juzga a cada uno. Sin embargo, la frase de “¡Cuando
seas mayor me lo agradecerás!” puede llegar a hacerse realidad con un padre o
una madre, ya que seguirán viendo a sus hijos de vez en cuando, pero no es tan
fácil con un profesor o profesora, porque sus alumnos dejarán el colegio para
en muchos casos no volver nunca más. Tal vez se den cuenta años después de lo
buen docente que era, pero ¿podrán hacérselo saber de alguna forma?
¿Obtendrá el profesor algún día el reconocimiento que se merece?
Es esta duda la que hace que muchas veces los buenos educadores se
pregunten si realmente su esfuerzo vale la pena… Con un poco de suerte, el
reconocimiento llegará tarde o temprano: a Crocker-Harris, de hecho, un par de
antiguos alumnos que asisten a la clausura del curso se le acercan para
saludarle, presentarle sus respetos y ofrecerle su ayuda en cualquier cosa que
necesite. Saber de primera mano que una parte, aunque sea pequeña, de sus
alumnos ha sacado provecho de sus enseñanzas supone una satisfacción inmensa
para un profesor, y es una manera estupenda de sentirse reivindicado en su trabajo.
Pero ¿y si esta reivindicación no llega nunca? Los profesores
verdaderamente excelentes siguen dejándose la piel en las aulas cada día incluso
siendo conscientes de que esto podría pasar… Y aquí está la clave del asunto,
aquí es donde reside el verdadero mérito: en no esperar nada a cambio. Los “profes-estrella”
son en cierto modo inmaduros porque, al igual que sus alumnos, no saben aplazar
la gratificación y recurren a trucos para conseguir el aplauso inmediato; los
profesores realmente buenos, sin embargo, son los que se arriesgan a aplazar
dicha gratificación indefinidamente.
Esta conclusión puede ampliarse, por supuesto, a otras profesiones… El
verdadero héroe es el que no se hace el héroe, el que no llama la atención
sobre sí mismo, el que pone el bienestar de los que le rodean (y por extensión
de la sociedad y de la Humanidad entera) por delante del reconocimiento a su
labor. Ni siquiera espera que su trabajo se le agradezca al cabo de los años;
sólo le importa mantenerse fiel a sí mismo y a sus principios,
la satisfacción del trabajo bien hecho y el tener la conciencia tranquila.
De vez en cuando se consolará pensando para sus adentros, con una media sonrisa
en la boca: “Es un trabajo sucio, sí, pero alguien tiene que hacerlo”. El
personaje anónimo que se sacrifica por los demás sin que estos sean conscientes, mientras son otros los que se
llevan todo el mérito y la admiración: ese es el verdadero héroe.