lunes, 6 de julio de 2015

Muescas (II)


Antes de seguir hablando de ejecuciones en la ciudad de Valencia a lo largo de su historia, dejadme aclarar que no todo iba a ser matar gente; por supuesto, había otros muchos tipos de penas para los delincuentes además de la capital: talión, infamia, destierro, pecuniaria (es decir, monetaria), privación de oficio, vergüenza pública, azotes, mutilación, galeras… En los casos poco graves las penas que se imponían eran básicamente castigos corporales, y el más habitual de todos eran los azotes al reo mientras se le llevaba por calles y plazas, encima de un asno o corriendo delante del verdugo, o en otras ocasiones simplemente atado a un poste. Por ejemplo, en la actual Plaza del Doctor Collado había una picota en la que el almotacén propinaba los azotes a los comerciantes deshonestos que, desobedeciendo los consejos de las inscripciones de la Lonja, habían hecho trampas en el mercado. Dependiendo del tipo de delito, los reos podían recibir entre cien y trescientos azotes. A veces ni siquiera era necesario recurrir a los castigos corporales; por ejemplo, a los culpables de adulterio bastaba con hacerlos correr por las principales plazas de la ciudad, desnudos y expuestos a la vergüenza pública.




Y sigamos con cosas un poco más serias. La semana pasada ya mencionamos por encima las distintas formas de ajusticiar a los reos. La decapitación, dentro de lo malo, era casi un trato de favor reservado sobre todo a los nobles, una muerte rápida e indolora si se hacía bien, y normalmente había un ataúd bien cerca para meter lo antes posible las dos partes del cuerpo y darles cristiana sepultura. Era costumbre que los aristócratas ajusticiados mantuviesen la compostura dentro de lo posible, e incluso que diesen un pequeño discurso de despedida antes de proceder a la decapitación. El segundo método por orden de eficiencia era el garrote vil; aunque originariamente se trataba de un garrotazo de verdad en la cabeza, con el paso de los años evolucionó a algo supuestamente más civilizado, aunque no creo que se le pueda llamar así… Al reo, atado a una silla, se le inmovilizaba la cabeza y se le atornillaba una gruesa vara de metal, partiéndole la médula a la altura de la nuca. Si el verdugo tenía experiencia era algo bastante rápido, pero si lo hacía alguien con poca pericia o con escasa fuerza corporal podía convertirse en una lenta agonía de veinte o treinta minutos entre estertores.

La horca tal y como se usaba hace cuatro, cinco o seis siglos era sin trampilla y no tenía mucha distancia de caída, con lo que la muerte era por asfixia y por tanto más lenta y dolorosa; éste fue con diferencia el método más utilizado en nuestra ciudad en los primeros siglos desde la Reconquista. Y por último estaba la hoguera, una de las peores maneras de morir… Otro de los posibles procedimientos era el de quemar en efigie, y consistía en quemar un muñeco, cuando el condenado estaba desaparecido, huido o ya muerto. En ocasiones, cuando se condenaba a alguien ya fallecido, se podían desenterrar sus restos o sus huesos para quemarlos; era una manera de someter a su alma a un castigo, aunque ya no quedase vida dentro de su cuerpo.




Aunque en otros países el oficio de verdugo era respetado e incluso les aplaudían al acabar su trabajo, en la Corona de Aragón y más tarde en España era algo muy mal visto. El verdugo, también conocido como Botxí o Morro de Vaques, era funcionario del municipio, que le proporcionaba una vivienda. Solía ser un forastero con pocas vinculaciones familiares en la ciudad, vivía con cierto aislamiento y en su vida diaria se le obligaba a llevar siempre puestos unos guantes de cuero y a usar una vara para señalar aquellos objetos que no le estaba permitido tocar, por ejemplo al hacer la compra en el mercado. Además de ejecutar las sentencias, se encargaba de otras tareas como alquilar el asno para trasladar al condenado, montar el patíbulo, conseguir leña para la hoguera, trasladar y montar los instrumentos de tortura…

Aparte de cobrar una cantidad fija, el verdugo tenía tarifas dependiendo de la tarea a realizar. En un documento de 1388 se especifican estas tarifas para el Morro de Vaques de la ciudad de Valencia: por descuartizar, 33 sueldos; por repartir los miembros por los caminos, 11 sueldos; por quemar en la hoguera, 22 sueldos; por quemar en efigie, 11 sueldos; por ahorcar, 11 sueldos; por llevar al ahorcado al Carraixet (al Cementerio de los Ajusticiados), 11 sueldos; por descolgar al ahorcado, 11 sueldos; por azotar y por la bestia de carga, 6 sueldos y 3 dineros; por cortar las orejas, 11 sueldos; por cortar una mano, 5 sueldos y 6 dineros; y por cada tormento aplicado, 5 sueldos y 6 dineros.




Hagamos ahora un recorrido por la historia de la ciudad para enumerar algunas ejecuciones célebres… Podemos empezar hablando de la Guerra de la Unión, un enfrentamiento entre el pueblo de Valencia y Pere IV el Cerimoniós, en los años 1347 y 1348. El Rey llevaba a cabo frecuentes campañas militares que requerían la recaudación de muchos impuestos; esto, unido al carácter autoritario de la política monárquica y a una crisis agraria agravada aún más en 1347, cuando comenzó a extenderse por todo el territorio la Peste Negra, fue lo que originó la revuelta. El movimiento fue iniciado por la ciudad de Valencia, que poco a poco fue convenciendo a las demás poblaciones del Reino a sumarse. En diciembre de 1347 estalló una guerra abierta, y los frecuentes consejos se convocaban mediante el repique de la llamada Campana de la Unión, que se había colocado a tal efecto en la Casa de la Ciudad.

Los primeros éxitos en las batallas fueron para la Unión, y poco después el propio monarca caía prisionero en manos de los unionistas. Durante el tiempo que duró su cautiverio en Valencia, entre abril y mayo, el Rey fue víctima de los más variados abusos por parte de sus súbditos rebeldes; por ejemplo, Joan Sala, el líder de la revuelta, le obligó a bailar delante del pueblo para ponerlo en ridículo. Sin embargo, la llegada de la Peste Negra a las murallas de Valencia hizo que los unionistas, temerosos de que ésta acabara con la vida del Rey, lo liberasen, habiendo negociado previamente una serie de condiciones… condiciones que el Ceremonioso incumplió, por supuesto. El 10 de diciembre de 1348 el Rey entraba triunfante en la ciudad, sofocando la revuelta. La represión del movimiento unionista no se hizo esperar: los ajusticiamientos de veintidós de sus principales dirigentes se realizaron en ocasiones de forma sumamente cruel. A Joan Sala, por ejemplo, se le condenó a beber el bronce fundido de la Campana de la Unión.




Precisamente en la esquina de la calle de la Unión con la calle Navellos, en la Plaza de San Lorenzo, estaba la sede de la Inquisición, aunque no se llevaban a cabo ejecuciones en la plaza (al menos que a mí me conste). Fue derribada hace ya mucho Tiempo, y el edificio construido actualmente en su lugar pertenece a la familia Trénor. En Valencia la Inquisición comenzó a actuar durante las últimas décadas del S.XV, llegando el primer inquisidor, el dominico Joan Epila, a la ciudad en agosto de 1484. Esta orden se jactaba de no derramar sangre, de no matar personalmente, aunque el porcentaje de penas capitales en sus juicios era bastante alto. Los jueces eclesiásticos entregaban a sus condenados a muerte a la justicia ordinaria para que ésta ejecutara la pena, y así no se ensuciaban las manos. La cárcel de la Inquisición, o cárcel de San Narciso, estaba bastante cerca de San Lorenzo, en la Plaza de la Penitencia, detrás de las actuales Corts.

Aparte de sobre judíos, moriscos y erasmistas, el rigor de los inquisidores recayó principalmente sobre herejes y homosexuales, que según los Fueros tenían reservada la pena de muerte en la hoguera. En particular los homosexuales (o sodomitas, como se les llamaba) fueron perseguidos con saña, y muchos de ellos huyeron de Valencia ya en 1452, tras la quema de cinco de sus compañeros. A veces era el mismo populacho el que reclamaba estos “pecadores” a las autoridades para poder ajusticiarlos por su cuenta y riesgo, o incluso se los arrebataba de las manos a la fuerza, como sucedió en 1519 tras otro funesto período de peste… El pueblo se convertía así en algo más que un mero espectador pasivo a la hora de administrar “justicia”.




Una de las fuentes de información más interesantes acerca de la vida en nuestra ciudad en su época de mayor esplendor es el Dietari del Capellà d’Alfons el Magnànim, heterogéneo conjunto de textos dividido en cuatro partes. La compilación de estos textos, así como la autoría de gran parte de ellos, se atribuye a Melchor Miralles, que fue sacristán en Valencia en la segunda mitad del S.XV. Gracias a esta crónica sabemos que el 28 de julio de 1460, un día soleado y caluroso, se produjo un ajusticiamiento bastante peculiar. Se ahorcaba al hijo de un notario de Mallorca cuyo nombre al nacer había sido Miquel Borràs. Sin embargo, era un hombre que se sentía mujer, se comportaba como tal y vestía como tal, llamándose a sí misma Margarida. Tras el tormento inquisitorial de rigor, en el que delató a algunos de sus compañeros, fue ahorcada llevando una camisa de hombre, bien corta y sin ropa interior debajo, para que mostrara sus vergüenzas y se viera de forma clara que, fisiológicamente al menos, era un hombre. Lo más probable es que Melchor Miralles asistiera a la ejecución y tomara nota detallada de la misma, llegando así hasta nuestros días el nombre de Margarida, que en los últimos años ha recibido algunos homenajes por parte del Colectivo LGTB de Valencia. En su día, sin embargo, tras la tortura y la humillación en la Plaza del Mercado, su cuerpo sin vida fue abandonado tristemente en una fosa común.




En 1599 se derribó el cadalso de mampostería del mercado, ya que con motivo de los festejos celebrados por la boda de Felipe III y la Archiduquesa de Austria se colocó en este lugar un arco triunfal. Después se construyó un nuevo patíbulo, que es el que se aprecia en el mapa de la ciudad confeccionado en 1608 por Antonio Mancelli, y que se demolió de nuevo en 1622 para el fastuoso recibimiento del Rey Felipe IV. A partir de esta fecha la horca se alzaba únicamente cuando se ajusticiaba a alguien, y por eso en el mapa del padre Tomás Vicente Tosca, de 1704, ya no aparece el patíbulo en la Plaza del Mercado.

La próxima semana, en la última entrega de esta entrada, mencionaremos a algún otro condenado célebre, pero antes de acabar por hoy quería centrarme en el número de ajusticiados en la ciudad y su evolución con el paso del Tiempo… He encontrado datos bastante detallados para el S.XVII según los cuales en la primera mitad del siglo había unas quince ejecuciones anuales en promedio, sobre todo en la horca y por delitos de bandolerismo o asesinato, bajando a unas cinco ejecuciones anuales en la segunda mitad. En el S.XVIII parece ser que hubo en total cincuenta y una penas capitales, casi todas por horca o garrote. No he podido conseguir datos para siglos anteriores al XVII, pero es casi seguro que había más de quince condenas a muerte anuales; por ejemplo, sólo entre 1522 y 1538 se le atribuyen a la Virreina Germana de Foix hasta ochocientas ejecuciones en su estrategia de represión del movimiento agermanado, aunque esta cifra no está confirmada. Como es lógico, a medida que pasan los años se va imponiendo el sentido común y las penas capitales contabilizadas disminuyen poco a poco, el número de muescas en estas macabras estadísticas se va haciendo cada vez menor… Y hablando de muescas: la semana que viene llegaremos a finales del S.XX, momento en que se abolió la pena de muerte en España, y os propondré una nueva y sorprendente teoría que podría dar explicación a las muescas de la Puerta de la Almoina.

 
 

martes, 30 de junio de 2015

Muescas (I)


Siempre que paso por delante de la Puerta de la Almoina, en la Catedral, me llama la atención una de las piedras a la derecha de la pesada puerta de madera, dentro de los arcos y a la altura de la cintura. Se aprecian claramente en la piedra numerosas muescas verticales, largas y profundas, y siempre me he preguntado cuál sería el origen de las mismas. La primera idea que me cruzó la mente fue que en épocas remotas hubieran ocupado la Plaza de la Almoina los puestos de un mercado, y que los carniceros utilizaran la piedra para afilar sus cuchillos. Una posible alternativa a esta explicación hacía siempre que se me erizaran los pelos de la nuca y que un escalofrío recorriese mi espalda: era posible que las marcas hubiesen sido producidas por el hacha del verdugo, al prepararse para las ejecuciones en la época medieval…

Un domingo por la mañana, y precisamente en este lugar, me encontré saliendo por la puerta a Jaime Sancho Andreu, conservador y responsable de patrimonio de la Catedral, y aproveché para preguntarle por las muescas. Me contestó que incluso para ellos son un enigma, y que hay varias teorías al respecto. Aparte de las anteriores, cabe también la explicación de que se deban a los mendigos que se sentaban en ese lado de la puerta, tal y como muestran las antiguas fotos de Laurent, y que afilaban allí sus navajas; o incluso que los responsables fuesen los niños que antiguamente afilaban así las puntas de sus peonzas… En cualquier caso, en el proceso de restauración de la Catedral se decidió respetar las muescas y dejarlas tal cual.




Este misterio fue el detonante de que empezara a documentarme un poco más en serio sobre los lugares de ajusticiamiento en la Valencia cristiana medieval, un tema que desde siempre me había parecido interesante. Ya ha habido en el blog otras entradas en las que se ha hablado de violencia en la Valencia antigua, y de las masacres y martirios de la época romana. Y la violencia no cesa con la Reconquista, empezando ya por el intento de recuperar la ciudad por parte del Cid Campeador: poco después de entrar en Balansiya, Rodrigo Díaz de Vivar apresó al Qadí Ibn Yahháf y, después de torturarlo brutalmente en El Puig para averiguar el paradero de las riquezas del fallecido rey musulmán, lo enterró hasta la cintura cerca de la Puerta de la Boatella y lo quemó vivo… Cuenta la leyenda que el pobre Qadí se arrimaba las ascuas ardientes al cuerpo, implorando a Alá para morir más deprisa.

Ya en época de Jaume I, siglo y medio después, los Fueros del Reino de Valencia especificaban con detalle cuáles eran las penas a cumplir por los distintos delitos, la peor de las cuales era por supuesto la pena capital. La cárcel no se consideraba como un castigo en sí mismo, era sólo la espera hasta recibir el castigo apropiado. Parece ser que hasta el S.XVI la cárcel estuvo emplazada en la planta baja de la Casa de la Ciudad, el antiguo ayuntamiento junto a la Plaza de la Virgen, y que el gran incendio sufrido por el edificio en 1586 fue originado precisamente por los presos encerrados en los calabozos. Después las Torres de Serranos se convirtieron en la cárcel de los presos nobles y los reos de muerte. Las ejecuciones despertaban mucha expectación, y por eso las autoridades elevaban los patíbulos en los lugares más frecuentados, o en puntos próximos a donde habitaba el reo. Parece ser que inicialmente las horcas no eran estructuras permanentes, se elevaban sólo cuando se tenía que ejecutar a alguien. Se situaban principalmente en la Plaza del Mercado, en la puerta de la mancebía, en la Plaza de Predicadores, en la de las Cortes o bajo el puente de Serranos (en este último lugar se ajusticiaba a los mudéjares condenados a muerte, colgándolos de los pies en una argolla y con un saco de piedras atado al cuello). Más tarde se construyó un cadalso permanente, hecho de piedra y argamasa, que se ubicó en la Plaza del Mercado, frente a la Lonja (no es muy higiénico, eso de mezclar los muertos con la comida, pero estamos hablando de la Edad Media). Según las crónicas, la instalación de este patíbulo de mampostería es anterior a 1409. Allí se ajusticiaba a todo tipo de delincuentes: asesinos, parricidas, uxoricidas…

A los nobles, que eran ejecutados por decapitación, un proceso más rápido y menos indecoroso, se les elevaba el cadalso en la Plaza de la Virgen dando a la calle de Caballeros, o frente al Palacio Real, en la actual zona de los Viveros. Los autos de fe se ejecutaban también en la Plaza de la Virgen, o en la Plaza de la Almoina. Los herejes, sodomitas y demás acusados por la Inquisición eran quemados junto al río en el Paseo de la Pechina, frente a la actual Casa de la Caridad, en un lugar llamado el Quemadero. Algunos de ellos eran quemados vivos y a otros, los que se habían arrepentido públicamente de sus pecados, se les rompía el cuello por garrote vil en los instantes previos a encender la hoguera.




Ya sea por horca, degüello, hoguera, garrote o rueda, desde la Baja Edad Media hasta bien entrado el S.XVIII las ejecuciones se desarrollan como un auténtico espectáculo de masas, una interpretación dramática en la que el patíbulo es el escenario, el verdugo y el condenado los dos actores principales, y los mirones de la muchedumbre los espectadores. En algunos casos, como veremos al final de esta entrega, la coreografía era tan compleja y sofisticada que exigía que reo, verdugo y público se fueran desplazando por distintos puntos de la ciudad para realizar una serie de pasos o estaciones, a fin de dar cumplida sentencia de la pena impuesta.

Una vez pronunciada la sentencia, se le daba a ésta la máxima publicidad posible con antelación para congregar a un mayor número de espectadores. Era la figura del Trompeta la que se encargaba de dar noticia del suceso; éste se paseaba por los lugares más concurridos de la ciudad y, cuando había conseguido reunir a un buen puñado de oyentes, leía la sentencia. Como ya hemos dicho, la mayoría de ejecuciones se producían en la Plaza del Mercado, escenario de fiestas y pregones pero también a veces de violencia y muerte. Gentes venidas de todas partes de la ciudad y la huerta se congregaban cerca del cadalso. Mientras los tenderos intentaban vender sus productos a los curiosos, en torno al patíbulo se arremolinaban labradores, comerciantes, religiosos, mendigos y pillos, que a pesar de lo variopinto de sus reacciones no perdían detalle del horroroso espectáculo.




La pena de muerte, a fin de que fuese efectiva, tenía que ser pública tanto en su ejecución como en la exposición posterior del cadáver. Si no, no se entiende la exigencia de que el cuerpo del ajusticiado quedara colgando en la horca durante varias horas, o incluso descomponiéndose durante días, o que en otros casos el cadáver fuese descuartizado y los distintos miembros distribuidos por las puertas de entrada a la ciudad y los cruces de caminos, lugares todos ellos muy concurridos, como advertencia a los demás ciudadanos de que los crímenes cometidos acaban pagándose. Además, el hecho de abandonar los restos del ajusticiado a las aves y alimañas, negándole así el reposo eterno que proporciona un enterramiento cristiano, suponía un castigo adicional al de perder la Vida. Dando otra vuelta de tuerca al asunto, son de sobra conocidos los cuentos macabros sobre los restos de los ejecutados, arrojados a los caminos no sólo para pasto de bestias sino también a veces para uso de pasteleros sin escrúpulos, acabando como relleno para empanadas. Este tipo de referencias de humor negro aparecen por ejemplo en El Buscón de Quevedo y en los versos de Jaume Roig, y si se citan es porque seguramente en alguna ocasión esto ocurrió de verdad…

Las ocasionales ejecuciones eran consideradas por el pueblo como un entretenimiento más, una ocasión de olvidarse de sus propias miserias durante un par de días, hasta el punto de que para algunos lo de menos era el saber si el condenado era o no culpable. A veces las sentencias de muerte se incluían en el programa de los distintos festejos: en 1488, por ejemplo, el Rey Fernando el Católico visitó la ciudad con la finalidad de clausurar las cortes, y Valencia le ofreció un espectáculo justiciero en el que sentenciaron a nueve personas a la pena capital por robo. Lo mismo sucedió años más tarde con su nieto el Emperador Carlos: se quemó entonces a trece hombres y mujeres, y poco después, tras la comida, el Emperador, los Duques de Calabria y Gandía y otras ochenta personas jugaron a cañas en la Plaza del Mercado… La sentencia múltiple no había sido más que una parte del espectáculo.

En resumen, los cuerpos atormentados y mutilados de los reos se convertían no sólo en advertencia a sus congéneres sino también en motivo de diversión y válvula de escape para una sociedad asfixiada por los impuestos y azotada a menudo por el hambre, la peste y las guerras… Las ejecuciones medievales son el equivalente a los espectáculos de muerte del Circo Romano, muy frecuentes un milenio atrás; y, salvando las distancias, podríamos decir que algo de todo esto queda hoy en día con el morbo fácil de los asesinatos y las tragedias televisadas casi en directo desde todos los puntos del planeta.




Como decíamos antes, inicialmente la justicia establecía que los cadáveres quedaran expuestos hasta su descomposición para escarnio y ejemplo, siendo luego enterrados en el cementerio de la Iglesia de los Santos Juanes, junto a la misma Plaza del Mercado, pero esa costumbre era claramente insalubre y antihigiénica, por lo que ya a finales del S.XIV se decidió trasladar los cuerpos al llamado Cementerio de los Ajusticiados, en Tavernes Blanques, cerca del Barranc del Carraixet, en un lugar de paso bastante frecuentado pero lo suficientemente alejado de la ciudad. Aquí volvían a colgarse los cuerpos en una siniestra ceremonia y quedaban nuevamente expuestos y a merced de los elementos y las alimañas durante un tiempo, para ser posteriormente enterrados. La Cofradía de Nuestra Señora de los Santos Inocentes y Mártires se encargaba de asistir a los condenados antes de la ejecución y de dar sepultura a sus cuerpos después. La exposición de los cadáveres dejó de practicarse en 1790, pero la pena capital siguió vigente, y hasta bien entrado el S.XIX se siguió enterrando aquí a los ajusticiados. Hace ya casi dos siglos que nadie es sepultado en este lugar, pero la Cofradía sigue existiendo y sus miembros se encargan del mantenimiento del jardín del cementerio y de sufragar misas en recuerdo de los que aquí reposan, en la Ermita de la Virgen de los Desamparados.




Y si los cofrades se encargaban de la piadosa tarea de enterrar a los criminales, había ciertas sentencias que requerían precisamente desenterrar a las víctimas como parte de la pena. Se trataba de los uxoricidas y parricidas, personas que habían matado a su padre, madre, esposo o esposa. En estos casos la condena exigía que previamente a la ejecución el muerto fuera colocado sobre el vivo y viceversa, con las bocas juntas, lo que obligaba a llevar al reo al cementerio, donde se cumplía con tan macabro ritual. Por ejemplo, se cuenta el caso de un tal Riudaura que en marzo de 1453 mató a su mujer, a su padre y a su madre, junto con sus suegros y cuñada, envenenándolos a todos: lo introdujeron vivo en el sepulcro de su padre y en el de su madre antes de colgarlo.

Pero el relato más escalofriante de todos los que he podido consultar en este apartado es el de un tabernero que mató a su mujer en 1527, siendo condenado a muerte. Para ello le dieron el paseo acostumbrado (es de suponer que maniatado) desde la cárcel al patíbulo, pero haciendo escala primero en la Iglesia de Santa Catalina, en cuyo cementerio estaba enterrada su mujer desde hacía tres o cuatro días. Una vez allí, y en medio de una gran expectación, sacaron a la mujer del sepulcro, colocándola en el suelo con la cara descubierta, y tumbaron al tabernero sobre el cadáver, boca con boca. Luego los colocaron en la posición inversa: él tumbado en el suelo y el cadáver de ella justo encima. El condenado no lo pudo soportar más y comenzó a gritar, clamando misericordia a Dios y pidiendo perdón a su mujer y a todos los allí presentes… Luego, y seguramente con gran alivio del reo, lo ahorcaron.

La próxima semana, continuando con la búsqueda de respuestas al enigma de las muescas, desvelaremos más detalles acerca del verdugo de la ciudad de Valencia, quién era, de qué tareas se encargaba exactamente y cuáles eran sus tarifas; y nos centraremos en algunas ejecuciones famosas acontecidas en nuestras plazas a lo largo de los siglos, acercándonos poco a poco al momento presente. Perdonad el chiste malo, pero… ¡se suspende la sesión!



lunes, 22 de junio de 2015

La Reproducción Sexual


La primera vez que me enamoré perdidamente de una mujer tenía trece años, a punto de cumplir catorce. En mi colegio no había chicas en el ciclo de EGB, y con la entrada en BUP (en combinación, por supuesto, con la explosión hormonal típica de la edad) se abría para nosotros una puerta a un nuevo mundo de emociones y posibilidades. La chica de la que os hablo era una compañera de mi misma clase dos meses mayor que yo, algo que a los trece parecía un obstáculo insalvable para muchos pero que a mí me daba absolutamente igual. Reunía muchos de los rasgos físicos que me gustan en una mujer (pensando en ello años después me he dado cuenta de que se parecía un poco a Leonor Watling): ojos grandes y bonitos, nariz chata, mandíbula ancha y fuerte (se pasaba el día mascando chicle), labios finos, voz grave y una sonrisa franca y amplia que iluminaba toda la clase, dejando ver sus dos hileras de dientes pequeños pero muy ordenados.

Algunos de los flashes de aquella época que se me han quedado grabados a fuego en la memoria están relacionados con ella: el recibir una ráfaga del aroma de su perfume, o la contemplación de la luz reflejándose en su pelo largo, liso y castaño cuando se sentaba junto a la ventana en un día soleado. Jamás olvidaré aquella ocasión en que varios alumnos nos amontonamos junto a la mesa del profesor para consultar la lista de resultados de un examen… Ella estaba delante de mí, muy cerca, y como me empujaban desde atrás podía sentir el calor que irradiaba su cuerpo. Niña que ya no era tan niña, su camisa blanca se había quedado algo pequeña para su talla de pecho, y según la postura que adoptaba los huecos entre los botones en tensión dejaban entrever en mayor o menor grado la promesa de un placer sin límites. Desde atrás y por encima de su hombro yo no podía evitar, como decían los Gabinete Caligari, asomarme al balcón de su escote, hipnotizado sin remedio por el contraste entre su piel morena y el blanco inmaculado de su sujetador…




Imaginaos cuál fue mi sorpresa y mi alegría cuando me pidió que fuese su compañero para hacer un trabajo de Biología por parejas sobre “La Reproducción Sexual”. ¡Ella me lo pidió a mí, a mí y a nadie más! Nos repartimos la faena en lo tocante a buscar información: yo me encargué de la anatomía y funcionamiento del aparato reproductor masculino, así como de métodos anticonceptivos para el hombre, y ella hizo lo propio con la parte femenina, poniéndolo después todo en común quedando en un par de ocasiones fuera de horas de clase. La verdad es que nos salió un trabajo bastante apañado, con unos estupendos diagramas anatómicos en color con pestañas desplegables que encontré por mi casa… Seguramente fue mi fama de inteligente, disciplinado y trabajador lo que la impulsó a pedirme que fuese su pareja, aunque tampoco descarto que además se diera cuenta de que yo era uno de los pocos chicos de clase lo suficientemente imbécil como para no aprovechar el tema del trabajo como forma de romper el hielo y tirarle los tejos… En cualquier caso, lo que no me podrá quitar nunca nadie es que en cierto modo hice “La Reproducción Sexual” con ella, aunque no exactamente en la forma en que a mí me hubiera gustado.

Como ya he dicho, por aquel entonces yo estaba bastante más atontado que ahora y ni siquiera llegué a decirle nunca a esta chica que me gustaba. El año que llegó al colegio la invité a mi fiesta de cumpleaños, con tan mala suerte que precisamente ese día conoció a su primer novio, un amigo mío guapete y repetidor que se había marchado a otro instituto, al que también había invitado. Recuerdo que tanto ella como yo estábamos apuntados a las sesiones de catequesis para la confirmación los viernes por la tarde (a esa edad todavía no éramos lo suficientemente maduros para decidir si queríamos o no confirmarnos, pero era lo que tocaba), y recuerdo también que ella se las pelaba para irse al Arena Auditorium a morrearse con el repetidor, y a mí me pedía que mintiera a sus padres si me preguntaban, para que no descubrieran que había hecho novillos. De modo que se iba de juerga con otro y encima me usaba de cómplice: me parece que si buscáis la definición de “Pagafantas” en la Enciclopedia veréis una foto mía al lado… Este primer novio no le duró mucho, y poco después empezó a salir con uno de nuestro mismo curso, pero de otra clase, que al parecer tenía unos padres con mucha pasta, porque se gastaba una moto deportiva que no veas; y con él seguía cuando acabamos el colegio y nos fuimos a la Universidad.




Perdimos bastante el contacto, pero me enteré por otros compañeros de que tuvo problemas de ansiedad en la carrera, hasta el punto de que tuvieron que atenderla en el hospital un par de veces. Su noviazgo con el de la moto duró diecisiete años, si no recuerdo mal, después de los cuales se casaron, separándose a los dos meses. Poco después de que me llegara esta noticia tuve un par de breves encuentros casuales con ella. Un día me la encontré en el cauce del río haciendo footing (ella, no yo), le dije que sentía lo de la reciente ruptura y hablamos durante un par de minutos. Tenía la cara sudada y congestionada por el ejercicio, y además llevaba puestas unas gafas de sol (que no se quitó, a pesar de que había atardecido hacía rato), de manera que no pude apreciar bien si los años transcurridos o los disgustos sufridos habían hecho mella en su rostro. La última vez que la vi, unos meses después, fue a una manzana de distancia de nuestro antiguo colegio. En aquella ocasión, bajo la luz de las farolas, sí pude comprobar claramente que, a pesar de seguir siendo muy guapa, se la veía más delgada de cara, con más ojeras y la mirada más triste. Me contó que ya estaba definitivamente instalada en su propio piso y trabajando de administrativa (que es algo que nunca he sabido exactamente en qué consiste) en un pueblo no muy lejos de Valencia.




En ninguna de estas dos ocasiones se me ocurrió pedirle su e-mail, y tengo el teléfono de sus padres pero no su móvil. Hace poco se estuvo barajando la posibilidad de hacer una cena por el aniversario de la promoción del colegio, pero al final la cosa no fue adelante, con lo que llevo tres o cuatro años sin verla. Desde que corté con mi ex me he preguntado alguna que otra vez si esta chica seguiría sin compromiso, y me ha pasado por la cabeza la disparatada idea de intentar ponerme en contacto con ella e invitarla a tomar algo… A los trece años (a punto de cumplir catorce) yo no era ni la mitad de interesante ni la mitad de lanzado de lo que soy ahora (que en lo que respecta a lo lanzado tampoco es mucho que digamos, pero de eso hablaremos en otra ocasión), así que tal vez hoy en día tendría alguna oportunidad con ella, pero ¿de verdad quiero averiguarlo? Pensándolo fríamente, creo que en realidad nunca llegué a conocerla bien. En estos casos nuestro cerebro sólo recuerda lo que quiere y se queda con las partes bonitas, olvidando lo demás e incluso modificando algún detalle. Cuando hago un esfuerzo por recordarlo todo acerca de ella llego a la conclusión de que no teníamos muchas aficiones en común, y de que tal vez ahora la encontraría algo aburrida (y a lo mejor también ella a mí, a su manera)… o tal vez no. Volviendo al trabajo de Biología del colegio, es una lástima que en lo que respecta al coito la práctica sea por lo general mejor que la teoría, pero que en lo relativo a otros aspectos de la vida en pareja ocurra precisamente lo contrario.

Pasados los años, ni siquiera los buenos recuerdos de lo que sentía por ella siguen intactos hoy en día. Están algo más borrosos, han quedado enterrados bajo capas de recuerdos de otros amores, algunos de ellos esta vez sí correspondidos. En cualquier caso, resulta bonito atesorar el tenue recuerdo de adolescencia que de ella me queda y esos escasos flashes más nítidos, junto a las ventanas de clase o junto a la mesa del profesor; y resulta irónico pensar que una vez hice “La Reproducción Sexual” con lo que a mí me parecía un Ángel caído del cielo, aunque me prefiriera a mí para la teoría y a otros para la práctica.